lunes, 12 de mayo de 2008

JUAN JOSÉ MILLÁS.

Seducción

—Vigilaba la casa de la piscina –añadió–, porque había en ella una mujer que me gustaba mucho. Todo empezó porque mis hijos me regalaron unos prismáticos para el campo. Como nunca me ha gustado el campo, me pareció un regalo absurdo que acabó en un cajón de la mesa del despacho. Un día, a la hora de comer, con la oficina completamente desierta, los cogí y me puse a observar los alrededores. No hay nada que ver en esa zona, pero de repente descubrí entre los edificios un chalé que había resistido milagrosamente el acoso de la especulación. Tenía un jardín trasero muy descuidado, con una piscina de azulejos, y vivían en él, además de la mujer que te digo, su hijo y un matrimonio mayor que parecían los abuelos del crío.

El hombre se llevó la jarra de cerveza a los labios y miró a su alrededor antes de continuar. Yo fingí encontrarme enfrascado en la lectura del periódico. Señaló que estaba hablando del mes de agosto del 90. La ciudad se había quedado vacía, como siempre en esas fechas, y la oficina funcionaba a medio gas.
—Mi familia –dijo– se había ido a la playa. El caso es que me aficioné a espiar la vida de estas personas que los prismáticos acercaban increíblemente a mis ojos. Parecía que podía tocarlas extendiendo la mano. Normalmente, mientras el niño jugaba alrededor de la piscina, la madre leía en una tumbona, lanzando de vez en cuando al hijo una mirada o una advertencia. Me volvía loco la mujer, que llevaba siempre unos bikinis extremadamente pequeños. La veía como por el ojo de una cerradura. De hecho, la situación me recordaba una época de mi infancia en la que veía desnudarse a la hermana de un amigo a través del ojo de la cerradura del cuarto de baño. Antes había cerraduras así.
—¿Cerraduras cómo? –preguntó la chica.
Al hombre no le gustó la interrupción, pero explicó que las cerraduras antiguas abrían en las puertas un agujero lo suficientemente grande como para ver qué ocurría al otro lado.
—Ideales para mirones como tú –añadió la joven.
—Todo el mundo era mirón entonces, resultaba imposible no serlo con aquellas cerraduras –respondió el hombre claramente incómodo.
—Todos no –insistió la chica–; eso es como decir que todos eran espadachines cuando había espadas o tuberculosos cuando había bacilo de Koch.
—¿Qué tiene que ver la tuberculosis con lo que te estoy contando?
—Tiene que ver porque era una enfermedad con mucho morbo, una enfermedad de escritores que por lo visto aumentaba la potencia sexual. Seguramente resultaba tan atractiva como mirar por el ojo de las cerraduras.

El hombre mayor se sumió en un silencio rencoroso y punitivo. Resultaba evidente que estaba castigando a la chica por interrumpir su relato. Supuse que eran un jefe y una secretaria a la que el primero trataba de seducir. La chica comprendió que había forzado demasiado la situación y pidió que continuara.
—¿Que continue el qué? –preguntó él a su vez, fingiendo haberse olvidado del relato.
—Lo de la piscina, lo de la mujer y el niño –respondió la chica en un tono con el que evidentemente intentaba hacerse perdonar.
—Creí que no te interesaba.
—Pues me interesa. El hombre carraspeó y continuó la historia como si hiciera una concesión:
—Aquel día –dijo–, no sé por qué, el niño estaba solo. Corría alrededor de la piscina con una carretilla de plástico. De repente, tropezó, cayó al agua y comenzó a bracear con desesperación delante de mis ojos. Yo esperaba que la madre o la abuela aparecieran de un momento a otro, pero el tiempo pasaba sin que saliera nadie. Lo insoportable era que no podía hacer nada, pues aunque el espectáculo ocurría al alcance de mi vista, yo estaba lejísimos de aquella casa. Sólo podía mirar, lo que me pareció una forma de acompañar al niño en su agonía. Miré hasta que murió, y esa misma tarde me deshice de los prismáticos. Me quedó un sentimiento no de culpa, pero sí de inutilidad, tremendo. No sé por qué te cuento esto. Yo sí lo sabía: estaba intentando seducir a su interlocutora, que, por su expresión, cayó finalmente en la trampa.

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