lunes, 3 de marzo de 2008

TERESA VIEJO - (Interviú)

Otra vida en directo

Los adoquines desgastados de esa travesía concisa pero intensa de Madrid están cincelados, y aunque sus pasos no los recorrieran más, podría seguir relatándolos de memoria. El suelo, el cielo y todo lo que habita entre ellos, porque ha visto cómo las modas han mudado los escaparates de las pocas tiendas que sobreviven con otro comercio que no sea el carnal y ha radiografi ado cada novedad en un mercado que desde hace años molesta. A él la calle Montera le relaja. A otros les excita.

—Qué manía con cruzarla, está llena de pilinguis. ¿No puedes ir a Sol por la calle de Alcalá?
—Mujer, que el chotis no es lo mío.
—A ver qué cuento me traes la próxima vez, porque no me creo que andes de miranda.
—Si no viviéramos en el centro…

Pero al hombre el centro de la ciudad le da la vida. En las sobremesas cansinas, de vuelta a casa, toma la calle Montera desde la Red de San Luis, y si el regateo anda tranquilo, se enreda por la calle Jardines para salir por Aduana y dilatar un poco más el recorrido. Apenas por mirar el espectáculo del sexo, donde en algunas esquinas le obsequian sonrisas a cambio de nada, sólo porque su rostro es parte ya del paisaje putero de la zona y eso le otorga un sentimiento de pertenencia que no le ofrecen ni los suyos.

Nunca ha cruzado una palabra con ellas, más que una negativa apresurada si alguna le acosaba ofreciendo servicios, pero podría describir sus rasgos cincelados con khol y carmines baratos, a ojos cerrados. Tras cada diente mellado describe el observador historias de ausencias, un hijo muerto, un amor ahogado en el bajo vientre, sueños rotos, una dependencia enfermiza, la sombra de la muerte acechando tras un mal cliente. Casi siempre, la enfermedad del alma.

Recuerda que cuando era un recién llegado al currele y se recorría los portales del centro haciendo entregas de paquetes a destinatarios ilustres, un día le quemaron las entrañas unas llamas poderosas mientras devoraban los almacenes más concurridos de la calle. Desde entonces, los extraña.

Ahora aquella ausencia se llena con artículos de todo a cien. Y con un mercadeo de muslamen magro y escote guerrero que a él se le antoja la mejor sesión de un cascado cine de barrio. Porque Montera tiene sabor a barriada, a patio vecinal castizo y cachondo, cuyo mejor espectáculo viene de mirar y no tocar. Claro que su mujer sabe que se pierde entre las putas, pero también que su naturaleza no es pródiga en afectos carnales, por eso protesta y consiente. Ahora, una cosa es ella y otra el ojo ajeno.

Colgadas de los balcones, junto a las placas de las calles, en las esquinas, dentro del bolso de las meretrices, adosadas a su sostén, han proliferado decenas de cámaras que esculpen los movimientos de un hombre que se enreda en el morbo sin más peligro que el de perder el tiempo. La parienta lo entiende, pero cómo explica a sus hijos, si le ven en internet, que salió a comprar tabaco y acabó fumando entre furcias.

La vida se lo pone muy difícil a la canallesca. Por lo menos siempre podrá alimentar al voyeur ojeando las páginas de contactos. Allí, junto a la crisis inmobiliaria, se precipitan las ofertas de otros bienes tangibles que también ajustan precios para protegerse de la recesión.
—Tú aprovecha, que ya ha dicho el gobierno que va a prohibir los anuncios de contactos en la prensa.

El placer de mirar, cercenado de raíz mientras engulle los anuncios para recordarlos en días de ausencia. El hombre sólo disfruta del ejercicio inocente de curiosear aquello que se ofrece sin reservas, no es vicio, lamenta, mientras una tristeza infinita le aboca a apoderarse del mando y rastrear un programa de telerrealidad al que engancharse. Encuentra un grupo de curtidos al sol litigando por una sardina en una isla desierta; unos cuantos veinteañeros contorsionándose mientras practican bailes imposibles; unos inmigrantes firmando un contrato de integración cantado y los candidatos a la Presidencia escenificando un combate cuerpo a cuerpo, pero nada le satisface como las putas de la céntrica calle madrileña.
—Digo que, si te aburres viendo la tele, nos podríamos ir al centro a dar una vuelta.

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