sábado, 8 de marzo de 2008

LA VENGANZA DE LA REALIDAD.

LA VENGANZA DE LA REALIDAD

Tres décadas de tormento deberían haber agudizado el entendimiento y disciplinado el razonamiento de los españoles. La repetición del macabro comportamiento nos debería haber enseñado que estas políticas de violencia, o estrategias de "guerra barata", no son productos reactivos sino pro-activos. El terrorismo es una economía de la violencia. Un método coactivo, un recurso militar que maximiza crueldad para ganar imagen con la que ocultar la enorme fragilidad de los grupos que lo practican. La idea de que la mayor victoria es aquella en la que el enemigo (nosotros, en este caso) se pliega a nuestros dictados (los de los terroristas) con el menor gasto de un poder coactivo del cual solo se dispone en cantidades muy limitadas, es una aguda observación recogida por Engels pero derivada de Clausewitz. Por eso, en contra del optimismo bienpensante, tengo para mí que, desgraciadamente, estos fenómenos pocas veces son consecuencia de intransigencia ni resultante de carencias. La violencia es una "opción política del presente" (Fusi).

Estrategias de poder. De poder totalitario, se entiende, que se alimenta, pero no se sacia, de concesiones porque busca sumisiones. No estamos pues ante reacciones de resistencia, si no acciones de revolución. Nos protegeríamos mejor si terminamos por entender que la variable fundamental no está en la causa sino en la oportunidad. Nos conviene utilizar la preposición adecuada para formular una proposición acertada: la amenaza no nos llega del por (qué), tanto como del para (qué). Estos fenómenos de violencia política son técnicas de guerra política -nos advierte un clásico del tema (Walter Laqueur)- al servicio de estrategias de poder. El objetivo estratégico del terrorismo eusko-nazi no es tanta o cuanta soberanía, si no el poder totalitario. Lo demás son pretextos y coartadas, como mucho etapas. Las concesiones, pues, bajo amenaza no traerán la paz. Espolearán el apetito y servirán de cabeza de puente político para un salto posterior en la espiral revolucionaria. Conviene que la opinión pública española tenga el valor de enfrentarse a la dura realidad: de que la concesión de los pretextos (la autodeterminación o, incluso, la secesión) no les hará a los terroristas abandonar el texto (el poder totalitario). Quienes nos proponen integrar políticamente la violencia en el sistema negociando, quieren ignorar la lógica a la que conduce su temible proposición. Porque reanimar a terroristas agonizantes con la oferta de una negociación es peor que contraproducente. Significa introducir la violencia en nuestra economía de la política. La negociación política produce un efecto didáctico perverso para éste y para pleitos futuros. Comprendamos, con ayuda de los antropólogos, que la violencia es una conducta social que se aprende más deprisa cuando está socialmente remunerada. Este simio imitativo tardará muy poco "la causa será lo de menos- en mimetizar un comportamiento que el acuerdo remunerado habrá demostrado rentable. La violencia se perpetuará, reproducirá e imitará. Y, así, de la mano de la negociación, habremos penetrado en el siniestro escenario de la economía de la violencia. Todo nuestro mercado político, todos los actores se reordenarán en función de ese nuevo dato letal. Habremos dado un giro mortal a nuestra democracia parlamentaria: en lugar de expulsar la violencia e integrar problemas, integraremos la violencia para "resolver" problemas -un infierno hobbesiano invivible. Esa película europea de los años treinta ya la hemos visto y termina mal.

Es inútil que intentemos asirnos a lo ilusorio como exorcismo de una realidad desagradable que terminará imponiéndose. Por más contorsiones que haga la sociedad española en general y la vasca en particular, la medusa acabará mostrándonos la mueca repugnante de su rostro. En el mito clásico, para vencerlo Perseo necesita primero mirar, aún cuando fuera a través del escudo (¿constitucional?)- que es también reconocer la realidad tal cual es- el rostro terrible del monstruo. Las elecciones no dan lo mismo pero antes y después de las elecciones, el objetivo del totalitarismo revolucionario es el mismo: provocar una ruptura constitucional que le aproxime a su meta de poder. Y el mismo, el único posible, es también el objetivo democrático: destruir las expectativas de violencia como sistema de hacer política. No se combaten personas por repugnantes que éstas sean. Se rechaza una forma de hacer política, se combate un método- el de la violencia. Y debe hacerse hasta el final incansable, serena, fría, calculada pero implacablemente. Hay en ello un propósito pedagógico un poquito pauloviano: demostrar que la violencia no paga. Que es inútil. Aún peor, que resta porque, en lugar de remunerarse, es una conducta social penalizada. ¿No dicen que como en Irlanda? Pues como en Irlanda, un poco de disciplina inglesa: a mayor violencia, menos soberanía; porque la violencia es desgobierno y, el desgobierno, manifestación de la incapacidad de gobernarse a sí mismos. Es preciso destruir las expectativas políticas de la violencia.

La pregunta inevitable, pues, es qué cálculo electoral le ha inducido al gobierno socialista actual a romper un pacto antiterrorista, por ellos mismos propuesto y que tan buenos resultados cosechó en su día. O bien, ¿no será que estamos haciendo una imputación injusta porque nuestra formulación está mal planteada? ¿No será acaso que el gobierno, al haber ingresado en otro club (Puigcercós), fundado por sus socios secesionistas, más que romperlo ha abandonado -con toda lógica- un pacto que ha perdido el sentido, en la medida que su soporte central -el pacto de estado para la alternancia- ha sido sustituido por un proyecto hegemónico apuntalado en partidos nacionalistas? El gobierno Zapatero ha perseguido a los terroristas con tanto celo -y hasta quizá mayor eficacia- que el de Aznar. La diferencia no es policial. Es política. Zapatero ha cambiado de socio constituyente. Tiene una alianza estratégica con partidos nacionalistas y secesionistas y estos -como es razonable desde su punto de vista- no quieren la desaparición de ETA por victoria democrática incondicional, sino por acuerdo. En suma, un nuevo pacto de Vergara, aunque sea sin "abrazo". Porque el fin por negociación supone la aceptación -proyección y perpetuación- de la noción de "conflicto político", una idea vital para los nacionalistas, en la medida que constituye el fundamento intelectual de la secesión. Esta diferencia política -que no policial- alimenta las esperanzas de ETA y da sentido a la continuación de sus "acciones".

José Varela Ortega

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