martes, 1 de abril de 2008

LLUIS BASSETS

Esas dos religiones tienen muchas cosas en común, pero la que más sobresale es su feroz afán de proselitismo. Compiten por ganar el planeta para sus creencias. Ambas son rabiosamente anti relativistas: no conciben que las creencias del otro merezcan respeto. Todavía menos las descreencias. Se unen frente al escéptico o al tibio: quieren seres humanos postrados ante la divinidad, su palabra y sus intérpretes, sean clérigos o sabios. Cabe sospechar incluso que cuando hablan de diálogo entre ambas lo que quieren es aliarse contra los descreídos.

De una de ellas ha brotado el árbol frondoso que ahora ensombrece su futuro. Ésa es en el fondo su única superioridad: esa debilidad que la llevó a retroceder ante el humanismo y ante las luces. Una superioridad que se reivindica en su eclipse no puede gustar y por eso la ocultan por ese lado. Decantan el debate hacia la compatibilidad entre razón y fe, su razón y su fe, y por eso desembocan en un derecho natural del que ellos se erigen en los únicos intérpretes. Si fuera así, no debieran negar a otras ramas del conocimiento religioso su acceso a estas verdades inmutables que ellos aseguran poseer. Pero estamos ante una trampa: al final, las verdades inmutables que van a defender no están en los valores universales sino en la autoridad, en la institución y en la obediencia; en el poder, y en su capacidad para seguir ejerciéndolo incluso en nuestras sociedades laicas que separan rigurosamente los asuntos del estado de los asuntos de la religión.

De la otra ni siquiera ha brotado un arbusto: nada de lo que promete ensombrece la tiranía de su dogma, y más bien se encarama por las columnas de su templo la mala hiedra de la violencia terrorista. La sociología de esta religión es una tragedia y una paradoja: avanza en la modernidad, en la plétora de clases medias que ya penetra en lo que fue antes Tercer Mundo, cada vez más cubierta, más rigurosa, más intransigente. Las reformas para adecuarla a la modernidad de poco sirven, como si estuviera compitiendo con las otras religiones para seguir en cabeza del empecinamiento, del oscurantismo, de la intolerancia.

A veces da la impresión de que una y otra se utilizan mutuamente para espolear la competencia y el fervor de sus respectivos y fanáticos partidarios. Pero hacen mal quienes desde fuera hacen el juego a una y a otra, porque ambas quieren lo mismo. Volver a dominar cuerpos y almas, controlar el espacio público y las vidas privadas, hacer sentir el peso de su teología sobre la vida política. Hay que mantener alerta el espíritu cívico ante todas ellas. Ante la primera, para que no regrese el pasado. Ante la segunda para que no se extienda el presente de esos países donde ahora domina.

Pero también hay que defender a los cristianos de Egipto y Argelia, y exigir libertad religiosa en todo el mundo musulmán, incluyendo el derecho a cambiar de religión. Pero hay que decirles a la vez a los obispos católicos que no sigan metiendo los dedos en la política como hacen en España, Portugal e Italia, dictando leyes, vetando partidos o imponiendo incluso las fórmulas de coalición. Nadie debe criticar al musulmán que se bautiza, al contrario, hay que defenderle como haríamos con el caso contrario. Pero haría bien el Vaticano en favorecer la diplomacia y el diálogo en vez de buscar cualquier ocasión para humillar al adversario en creencias. Esos curas, esos molás, esos cardenales y esos ulemas, se están comportando como descerebrados hinchas de fútbol.

(No se pierdan, por cierto, la Cuarta Página que publicamos en El País de hoy)

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