viernes, 25 de abril de 2008

TODOS ATRAS Y EL GORDITO DE NUEVE*

Pablo Brescia | Argentina, 1968 | Nació en Buenos Aires y desde 1986 reside en Estados Unidos. Completó su licenciatura en literatura y filosofía y su doctorado en lenguas y literaturas hispánicas en la Universidad de California, Santa Bárbara. Actualmente es profesor en la Universidad del Sur de la Florida. En 1997, publicó el libro de cuentos La apariencia de las cosas. Ha participado, entre otras, en la antologías Se habla español (2000) y Pequeñas resistencias 4. Antología del nuevo cuento norteamericano y caribeño (2005).


Desde el principio del año venimos practicando tres veces por semana, sol o lluvia mediante. Entrenan fuerte los muchachos. Para ellos (obreros que trabajan días interminables, gente callada que sólo piensa y habla en tiempo presente) jugar en el campeonato regional es una de las pocas cosas que los hace alcanzar los domingos con algún brillo en los ojos. Suben la familia al auto y enfilan para donde nos toque jugar. Los gritos y los goles en las tardes soleadas y apacibles de estos rincones los protegen de los ritmos malsanos de la ciudad.

Tengo que decir que veníamos arrasando. Ganamos nuestro grupo del barrio con facilidad: primeros e invictos. Luego llegaron los octavos de final: 4-1 a los del Chacho Ortiz, equipo que era veterano pero todavía rival de respeto. En los cuartos de final nos enfrentábamos a un conjunto que venía en ascenso: los del barrio Crucecita. Pero éramos una máquina: 3-0 y a llorar a la iglesia, como decía mi viejo. Así llegó el día de la semifinal.

Los otros... Cementera Trenque Lauquen. Un equipo con oficio, con buen trato de pelota, con una delantera que me provocaba pesadillas. Nosotros sabíamos que en este partido nos jugábamos el campeonato, la gloria que traería la copa de latón y los trofeos de plástico dorado.

Quizás esa expectativa nos jugó una mala pasada porque los muchachos salieron nerviosos y parecían principiantes. No lograban mantener la pelota dominada, todo les rebotaba, no acertaban con las marcas, lanzaban meros pelotazos a dividir. Yo me desgañitaba dando indicaciones y recriminando conductas. No hubo caso; final del primer tiempo, fortuito 0-0 y la cara de mis jugadores por el piso. Así no ganaríamos nunca.

Entretiempo. Me preparaba para elaborar un envión anímico que le permitiera al equipo aguantar el partido, al menos. Hicimos un círculo y no lo vimos venir, se los juro. Un gordito, en cuero, con los botines gastados echados sobre el hombro izquierdo, caminó hacia nosotros con aire ausente y dijo:

—¿Se puede jugar?

Estábamos decididamente en desconcierto por el inquietante resultado parcial del partido y por la insolencia del desconocido.

—No, nene, éste es un campeonato para afiliados.

No se movió ni se inmutó. Como deletreando las palabras, dijo:

—Juego muy bien.

Méndez, camiseta 3, lo miró con sorna en la voz:

—¿Y este quién es? ¿Dios?

El gordito no contestó.

Había algo en la calma de aquellos ojos que nos mantenía paralizados. El gordito comenzó a calzarse los botines y la confusión aumentó.

—Hay que hacerlo jugar, dijo de pronto Robiati, camiseta 6.

—¿Pero cómo hacemos? No tiene tarjeta de jugador, no tiene nada, dije. La idea era delirante, pero los integrantes de El Dorado estábamos misteriosamente de acuerdo.

—Se parece bastante al gordo Morales. Lo podríamos hacer pasar por él, sugirió Arnoldo, camiseta 11.

Casi todo tiene arreglo en esta vida, pensé

El gordito dijo:

—Sólo pido que me den la 9.

Milagro. Nadie usaba la 9 en nuestro equipo.

El campo, se los aseguro, se hizo más verde cuando la camiseta se incorporó a ese cuerpo y el gordito pisó el césped. Yo sabía que el otro equipo nos percibía débiles y que, por tanto, se iban a venir como un aluvión. Reuní a los muchachos en un semicírculo, golpeé las palmas y dije:

—Bueno, lo encaramos así: todos atrás y el gordito de nueve.

Los chicos y las esposas no entendieron bien cuando vieron al nuevo jugador que se plantaba entre los dos defensores centrales del equipo contrario. Pero, ahora que recuerdo, había un optimismo inexplicable en el ambiente. El gordito durmió la primera pelota que tocó en la parte interna del botín derecho y arrancó de media cancha: uno, dos, tres, cuatro rivales en el camino, con zig-zags y amagues incluidos. Sale el arquero: toque al palo opuesto y a cobrar, como decía mi viejo. 1-0 nosotros. El tipo volaba. ¡Qué velocidad! ¡Qué dominio del esférico!, dirían los viejos relatores radiales. Nuestros jugadores lo llenaron de abrazos; él saludó a la improvisada tribuna y se paró justo afuera del círculo central.

Yo observaba sus movimientos. Es un decir, porque cuando él no tenía la pelota, deambulaba por el campo, ajeno a ese partido y a nuestras pequeñeces humanas. Al menos ésa fue mi explicación posterior ante tamaña indolencia. Mis jugadores se defendían con garra porque el Mal acechaba nuestro arco. De repente, conseguimos hilvanar una jugada interesante. Salida por el lateral izquierdo, toque hacia el 5, prolongación a la derecha para el 7 y centro atrás. No había nadie en el área. Entonces veo (no encuentro otro verbo) aparecer la camiseta número 9, que hace un salto imposible, se da media vuelta en el aire, arquea la espalda y, con una chilena prodigiosa, manda la pelota al fondo de la red. Treinta minutos del segundo tiempo, 2-0, partido liquidado y El Dorado rumbo a la final. Había que aguantar un poco, nada más.

Y sobrevino el apocalipsis. En una jugada intrascendente, el 8 de ellos recibe un pase largo, se encuentra solo frente al arco y pifia el remate final.

—¡Bone Deus!, oímos, atónitos.

Y entonces pasa algo extraordinario: el gordito corre hacia él, lo abraza, lo consuela con unas palabras al oído. Todos nos quedamos mirando la tierna escena, factor que aprovecha el 7 de Trenque Lauquen para llevarse la pelota y prácticamente caminar con ella dentro de nuestro arco. 2-1.

No hay motivos para alarmarse, pienso, pero no podemos permitirnos distracciones. Empiezo a ver en nuestros contrarios una extraña determinación, como si tuvieran la certeza de algo que a nosotros nos estaba vedado. Me esfuerzo, pero no alcanzo a entender. Y, además, debo seguir las alternativas del partido.

Por las dudas, le pido al gordito que baje a defender. Me mira, nada más.

Faltan cinco minutos y hay un córner en contra nuestro. El centro viene pasado al segundo palo y va a parar (imagino) a las seguras manos de mi arquero. Entonces se oye el grito tramposo del 9 de ellos:

—¡Deo volente!

Y el gordito alza por encima de toda la defensa al delantero de Trenque Lauquen que, con certero golpe de testa, nos deja atontados. El árbitro sólo ve la pelota en el fondo de la red, claro. 2-2.

Los muchachos no lo pueden creer; ni siquiera queda lugar para la exasperación ante el desarrollo de los acontecimientos de aquel día. Ahora me doy cuenta: miro al cielo, pienso en los libros que he leído, me acuerdo de mi viejo. Y preparo el cambio.

Es demasiado tarde. El 10 de ellos tiene la pelota, entra al área, y alguien lo barre por detrás. Exclama:

—¡Me cago en Dios!

El 10 sabía que venía, pero nunca supo de dónde. La trompada que recibió lo dejó tirado en medio de un remolino de jugadores. Tarjeta roja para nuestro 9, penal para los de Trenque Lauquen, falta un minuto. El gordito no se quiere ir de la cancha, insulta al árbitro y al 10 del rival con palabras poco dignas. Lo tenemos que sacar entre tres.

Nuestro arquero se tira a la derecha, la pelota entra mansa por la izquierda. 3-2. Cementera Trenque Lauquen a la final y nosotros a casa. Algunos de mis jugadores lloran y la gente tiene la mirada perdida.

Cuando logro recuperarme a medias del impacto, busco al infame. El gordito se está sacando los botines con parsimonia. Mis ojos lo interrogan desde la rabia y la perplejidad.

—No tomarás mi nombre en vano, sentencia.

No se cómo ni por qué reconozco el mandamiento bíblico.

—Sí, pero... ¿era para tanto?

El gordito, levanta la cabeza, y con una mueca socarrona de nueve auténtico, me dice en voz baja:

—Omnipotente y misericordioso, sí... pero abyssus abyssum invocat, y yo, idiota, no soy.

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