domingo, 13 de abril de 2008

SOBRE ÁNGEL GONZÁLEZ.

Ángel fieramente humano


http://www.cervantesvirtual.com/bib_autor/AGonzalez/vervideo.formato?direccion=angel_gonzalez/&video=256&archivo=poeta_visita_&ref=5887&titulo2=Visita+de+%C1ngel+Gonz%E1lez+a+la+Casa-Museo+Miguel+Hern%E1ndez%2C+en+Orihuela&portal=177&ref=5887



JUAN CRUZ RUIZ Es desolador el panorama de la muerte; un último suspiro y, zas, la vida se acabó. Luego queda la conversación, el recuerdo, y esa memoria alivia la ausencia, el hueco inmenso en el que las personas nos rompemos un poco más cada vez que se va un amigo. Pensaba en esto este viernes último, en la Casa de Asturias en Madrid, cuando Joaquín Sabina, Luis García Montero y Benjamín Prado leían, conducidos por Miguel Munárriz, poemas de Ángel González, fallecido a comienzos de año en un hospital de Madrid. Los poetas citados leían al poeta muerto, le daban vida, y eso es lo que queda de Ángel, lo que nos dio con sus versos, con su manera de ser, con su ironía a veces abrupta, desconsolada y rabiosa.

Estaban allí los poetas porque Prado ha publicado una antología para jóvenes, en la que aparecen algunos de los poemas que hoy pueden tener una lectura más propia para los que se inician en la poesía. El propio antólogo leyó ese poema fantástico, hondo, de resonancias sociales, en el que Ángel cuenta qué ha tenido que pasar para que él se llamara Ángel González, para que su ser pese sobre el suelo... «Para que yo me llame Ángel González, / para que mi ser pese sobre el suelo, / fue necesario un ancho espacio / y un largo tiempo: / hombres de todo mar y toda tierra, / fértiles vientres de mujer, y cuerpos / y más cuerpos, fundiéndose incesantes / en otro cuerpo nuevo».

Ese poema es esencial en la manera de ser de Ángel, extrañado siempre, como lo estuvo Federico García Lorca, de ser él mismo, de despertarse día a día para encontrarse en medio de la vida, dando unas brazadas torpes o adecuadas, liberando lastre, haciéndose cada vez más sueño y despedida. Como los poetas tienen mucho de profetas, ese poema y otros suyos fueron marcando la melancolía creciente de su vida, la fueron haciendo, hasta que su desaparición, temida pero abrupta, al final de una cena en la que fue casi feliz, puso final a su nombre y le abrió paso a los poemas que ahora constituyen su nombre entero, aquel ángel fieramente humano se hizo versos tan sólo, ahora sus versos nos reconcilian con la vida, acaso la prolongan, la hacen posible de otra forma.

En esta antología, como si estuviera haciendo una crónica de aquella existencia que acabó esa noche, Ángel lo cuenta: «Lo ideal en estos casos / sería morirse de muerte natural, / hacer un gesto agrio, / estirarse / definitivamente, / y marchar con cuidado / para que nadie pueda / darse por ofendido. / Pero ello no es posible / sin contar con Dios Padre / -y los restantes-. / Por eso / -frío en la calle, tedio / en los que pasan-/ permanezco en mi sitio, y vivo / -corazón asediado por el llanto- mi hora la terrible: / la que aún no ha sonado».
Y así fue, él lo predijo; lo cruel, lo terrible de esa hora terrible, es que se puede prever, está escrito, en el aire, en el viento, en la tierra misma, en las frondas del agua está escrita esa revolución terrible e inquietante, la que revoca la vida. César Vallejo lo dejó escrito con una lucidez inquietante: «Me moriré en París con aguacero...», y el peruano acertó en todo, lo dejó dicho como para que se cumpliera; vivía a contratiempo, y el tiempo, zas, se le estampó en la cara del alma justo cuando él lo había previsto, en París y con aguacero...
En estas cosas pensaba yo este viernes en la Casa de Asturias, en este acto que organizó Munárriz para redoblar otra vez las campanas por nuestro amigo, su paisano, el gran poeta de «Palabra sobre palabra». Y cómo no, me volvió a la memoria el relato que nos hizo Susana Rivera de aquellos últimos minutos de enero, cuando Ángel abandonó la lucha, la lucha le abandonó a él, y un golpe de tos finalmente agotó las fuerzas de su aire, que eran ya menos que nada, un contratiempo puro, un descenso feroz al ahogo que ya le hizo desistir.
Acababa así una vida en la que esa mirada desangelada hacia la realidad, consciente de que el porvenir no vendría nunca («Te llaman porvenir / porque no vienes nunca»), se combinaba con un ejercicio constante del humor, la música y la amistad. Y eso es lo que también se celebraba la noche del viernes en la Casa de Asturias. Ángel era un amigo en estado permanente de guardia; siempre que volvía a Madrid, desde Albuquerque, en Nuevo México, donde vivía con Susana, repicaban las ansiedades amistosas de los amigos que ya sabíamos que las noches no iban a ser iguales. Animadas por el alcohol y por la guitarra -muchas veces la de Pedro Ávila, en los últimos tiempos la de Joaquín Sabina-, en esas noches la letra de las canciones (y las de las numerosas letras picantes) se convertía en un trasunto de su mirada, irónica o desconsolada, agradecida en medio del abrazo que se mereció siempre, como un niño desamparado que siempre buscó en el horizonte una explicación para su inquietud mayor: ¿qué es el hombre, qué le aguarda?
Existencialista mayor de la poesía, en esos versos que leyó Prado, y que resuenan como una autobiografía pero también como un epitafio, Ángel se explicó bien lo que cree del hombre, lo que nos espera: «Yo no soy más que el resultado, el fruto, / lo que queda, podrido, entre los restos; / esto que veis aquí, / tan sólo esto: / un escombro tenaz, que se resiste / a su ruina, que lucha contra el viento, / que avanza por caminos que no llevan / a ningún sitio. El éxito de todos los fracasos. / La enloquecida / fuerza del desaliento...». El éxito de todos los fracasos. Aspirar a otra cosa es vivir sin tener en cuenta el tiempo, y éste al final es el que cierra la puerta. Ángel lo sabía bien. Era un poeta.

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