sábado, 5 de abril de 2008

EL ESTANTE MALDITO - JORGE AULICINO

28/01/2008
Están tocando nuestra canción
En "Lo entrañable y otros ensayos sobre poesía" Ricardo Herrera (Buenos Aires, 1949), ofrece, si bien dispersa, una teoría acerca de la esencialidad de la música en poesía, una posición que ha venido defendiendo en su práctica de poeta y ensayista, pero sobre todo, en la de traductor, con discutibles versiones de, por ejemplo, Eugenio Montale.

Este libro, editado por Del Copista en Córdoba, en octubre de 2007, ejemplifica su posición en ensayos sobre Enrique Banchs y César Fernández Moreno, entre otros, y la hace explícita en un amplio trabajo sobre la crítica que constituye el primer capítulo de una recopilación diversa.

Brevemente: por razones nunca explicadas del todo, esencialidad, tradición y música quedan aquí relacionadas como períodos de una ecuación universal, que va contra las vanguardias y la poesía "posmoderna", con una vehemencia que a su vez intenta rellenar todo bache entre uno y otro término.

La saña de Herrera contra la vanguardia es proverbial en el mínimo ambiente de la poesía argentina. No hay aquí ni en ningún otro escrito de Herrera un intento de comprensión de un movimiento tan vasto y tan distinto, como si éste hubiese sido realizado por orates que nunca sospecharon la profundidad de la poesía que el mismo Herrera encuadra en la tradición. Como si surrealismo, imaginismo, futurismo, concretismo, coloquialismo, poesía prosística, hubiesen sido obra de advenedizos, además afectados por una tara incurable.

Con la soberbia de quien cree en una verdad revelada, incluso con la misma ingenuidad, Herrera señala este tipo de cosas:

"El realce de la musicalidad -la tensión estilística generada por la cadencia del verso- es el medio que conduce la fuerza de la intuición poética a su consumación estética".

"Las líneas rítmica y melódica del verso crean, resguardan y expanden el eco de lo indecible que emana de lo dicho en el poema".

"Todos los elementos que confluyen en la expresión se propagan por obra de la cadencia que organiza esa materia en un orden único e intransferible".

"En poesía, el concepto de lo cantable significa algo más que la mera primacía de la consonancia; quiere decir, asimismo, capacidad de conferirle diafanidad al idioma, de proporcionarle al significado la tenuidad de un halo erótico de fascinación".

"...la música, qué duda cabe, es el corazón mismo de la lírica".

Vamos a este último punto. Si la pontificación de Herrera fuese comprobable, la lírica sería entonces un género sustitutivo, epigonal, ortopédico. Un género del que la música es núcleo no puede más que concebirse como irradiación, conquista, de la música. ¿La lírica no es más que música? Si así fuera, ¿qué es música? Pues ha habido, bien sabemos, atonalidad, minimalismo, electrónica, un sinfín de cuestiones en la música, que hacen hoy imposible identificarla sólo con la cadencia y la melodía.

Pero la poesía ha pretendido ser algo diverso respecto de la música. Ha ido conscientemente, y no por torpeza, hasta el prosaísmo. Ha jugado todas sus cartas, en muchas ocasiones, a que su "halo erótico", su tenuidad, su diafanidad, lo constituyan el sentido, la multiplicidad del sentido, no exclusiva, ni mucho menos esencialmente, el sonido. Cualquiera sabe hoy que las posibilidades estadísticas de la rima son limitadas. Que las posibilidades preformateadas del soneto fueron agotadas, en castellano, por Banchs, a cuya exégesis corresponden las citas aquí copiadas del libro de Herrera. Todo el romanticismo español se reduce hoy a Bécquer, y Bécquer está plagado de asonancias, que son, por decirlo de algún modo, el negativo de la consonancia, es decir, de la rima. Una "contracadencia" que sigue deleitando a los que se inician en poesía, generación tras generación.

En el reportaje publicado por Ñ esta semana, Ricardo Piglia señala lo contrario a lo que Herrera defiende: la poesía ha sacado partido de la velocidad de la hora, es decir, de la producción industrial post Gutenberg, porque crea "un sentido múltiple en el mismo tiempo en que tardamos en desentrañar una frase".

Se equivoca Herrera cuando escribe que su "anacronismo" deviene de la defensa de la forma. Y cuando encuentra consuelo en una cita del historiador marxista Eric Hobsbawm, quien señala que se han difuminado los límites entre lo que es y no es arte. El "pandemonium" que, a juicio de Herrera, genera esta difuminación -el que "casi no deja margen para un intento de comprensión"- no ha amilanado al propio Hobsbawm, como a muchos otros, pues es él quien indica, en la misma cita que utiliza Herrera, que "[el] antiguo y cómodo método para estructurar un análisis histórico se convierte en algo cada vez más irreal". Si alguien comprende, entonces, que los métodos deben cambiarse, es el historiador británico.

Herrera, porque le suena mejor, porque le gusta, porque su imaginación se encuadra en los términos de un producto a-industrial, pone todas sus fichas sobre una forma, no sobre la forma. Y hace de la mnemotecnia una poética. Es históricamente comprobable que el artificio de la musicalidad fue necesario en tiempos anteriores a la imprenta. En esos tiempos, ya era un artificio, pues se apoyaba en la música, mientras que -es un hecho- los antiguos griegos y los antiguos romanos, de los que aprendimos la lírica, hablaban, claro está, en prosa. A menos que imaginemos la historia antigua como una ópera, lo cual nos condena a pensar que la historia no fluye, y que hemos de librar una y millones de veces la guerra de Troya. Y que hemos de contarla en versos musicales, igual que Homero. El problema es que, precisamente, no acertaríamos a hacerlo de igual modo, porque somos al mismo tiempo permanencia e historia.











Scrívere stanca
La discusión que provocó el posteo anterior, sobre musicalidad, vanguardia, prosaísmo, desfiguración del carácter lírico, etcétera, no parece responder a un planteo aislado, al planteo "clasicista" de Ricardo Herrera. Hay otras consideraciones acerca de los "males" de la modernidad, entre los que se incluye el vanguardismo, en otros trabajos y otras latitudes. Por ejemplo, Víctor Mendiola, editor de la prestigiosa colección de poesía El Tucán de Virginia, en México, durante un seminario realizado en el Centro Cultural de España en agosto del año pasado, sostuvo el agotamiento de los modelos de la "modernidad". La de los "fundadores" de la poesía hispanoamericana y la de las vanguardias fue "una trayectoria contra la realidad y contra el sentido" que desemboca, hacia el final del siglo XX -dijo-, "en una saturación contradictoriamente vacía —la poesía del lenguaje que imita superficialmente al barroco— o en la dispersión de unos cuantos vocablos en la página —la poesía del silencio inspirada a final de cuentas en Mallarmé, que intenta decir todo y que no dice nada o casi nada— o en el apoderamiento de los vocablos y la sintaxis de la vida cotidiana —la poesía coloquial y confesional que cree que puede capturar la realidad imitando el lenguaje de todos los días."

Con todo lo que tiene de razón Mendiola, y a la vista de algunos textos a los que alude -del neobarroco y de los neorrealismos- me parece que muchas de las experiencias iniciadas por las vanguardias, o menos específicamente, por la poesía de la "modernidad", no se han agotado, y brindan aún, en textos que se sabían justamente experimentales, y en las reflexiones que los acompañaron, consuelo a la idea de que el empantanamiento de la modernidad tenga salida por la vía de aquellos caminos tentativos de los modernos del siglo XX.

Acabo de releer en “El oficio de poeta”, editado en 1970 por Nueva Visión, traducido por Rodolfo Alonso y Hugo Gola, el trabajo que Cesare Pavese incluyó como epílogo a la edición definitiva de “Lavorare stanca” (Trabajar cansa). Ese libro, sin duda, no es musical, al modo en que Herrera imagina lo musical; es desafiantemente prosístico, su propósito era narrar en verso. Hay que ver las cavilaciones que todavía le provocaba a Pavese, las vacilaciones debemos decir, cuando editaba precisamente su versión "definitiva". Sobre la versificación, declara que descubrió la suya, la de ese libro, "murmurando cierta letanía de palabras, siguiendo una cadencia enfática que desde niño, en mis lecturas de novelas, acostumbraba a señalar murmurando las frase que más me obsesionaban" (...) "poco a poco descubrí las leyes intrínsecas de esa métrica, desaparecieron los endecasílabos y mi verso se reveló de tres tipos constantes". Dicha versificación "contentaba también materialmente mi necesidad, del todo instintiva, de líneas largas, porque sentía que tenía mucho que decir y que no debía aferrarme a una razón musical en mis versos, sino también satisfacer una lógica" (...) "Narraba. ¿Pero cómo?" Pasa luego a plantear la necesidad de las relaciones "fantásticas" que deben establecerse entre los objetos de un poema para que éste tenga calidad de tal. Aquí relata la famosa historia del poema del ermitaño (“Paesaggio I”), y de cómo descubrió una "relación fantástica" entre el paisaje y el personaje, entre "el ermitaño" y los "helechos quemados". Y también entre el ermitaño y los otros elementos del paisaje: muchachas, aldeanos, estiércol, cabras: el objeto –descubre- era el relatar esa relación: "era ella misma argumento de la narración". Aun así, se pregunta: “¿qué justificación de oportunidad tendría elegir una relación más bien que otra?” o “¿cuándo en definitiva la potencia fantástica deviene arbitrio?”. Y con el libro ya impreso, y en su edición "definitiva", honesta y directamente, Pavese escribe: "Todavía hoy no he salido de esa dificultad. Me detengo en ella porque este es el punto crítico de toda poética. Entreveo todavía una posible solución que sin embargo no me satisface del todo porque es poco clara (...) Consistiría tal criterio de oportunidad en el juego de la fantasía, en una discreta adherencia a ese complejo lógico y moral que constituye la personal participación en la realidad espiritualmente entendida".

He fatigado un poco este posteo en homenaje a lo que fue el corazón de la vanguardia y de la modernidad. Una incesante reflexión sobre lo hecho, una explosión de afirmación en el "ismo" y al mismo tiempo la duda y el pedido de comprensión de las tribulaciones que producían los propios principios llevados al texto. No digo que todos los vanguardistas hayan actuado de igual manera. Pero los que tenían tanto compromiso como conciencia del riesgo generalmente escribieron sobre el poema y aun contra el poema. "¡Piedad --clamaba Apollinaire, en el comienzo de la "modernidad"-- para nosotros que siempre combatimos en las fronteras de lo sin límites y del porvenir!". Ellos lo creían. Lo creían de verdad. Y con media cabeza vendada a causa de la explosión de un obús, Apollinaire tenía derecho a hablar de vanguardias, de combates, de fronteras... y de piedad.

Paisaje I

(Al Pollo)

No está ya cultivada la colina aquí arriba. Están los helechos
y la roca pelada y la esterilidad.
Aquí el trabajo no sirve de nada. La cima está quemada
y la única frescura es la respiración. El gran cansancio
es trepar a este punto: el ermitaño pudo hacerlo un día
y desde entonces se quedó a reponer las fuerzas.
El ermitaño se viste de pieles de cabra
y tiene un olor musgoso de animal y de pipa
que ha impregnado la tierra, las matas y la gruta.
Cuando fuma la pipa apartado en el sol
si lo pierdo, ya no puedo encontrarlo porque es del color
de los helechos quemados. Aquí llegan visitantes
que caen sobre una piedra, sudados y agitados,
y lo encuentran tendido, los ojos en el cielo,
respirando profundo. Un trabajo ha hecho:
sobre el rostro ennegrecido dejó espesarse la barba,
pocos pelos rojizos. Y pone el excremento
sobre un espacio abierto, a secarse en el sol.
Cuestas y valles de esta colina son verdes y profundos.
Entre las viñas, los senderos conducen arriba locos grupos
de muchachas vestidas de colores violentos,
que hacen fiestas a la cabra y gritan hacia la llanura.
Algunas veces se ven filas de cestas de frutas
pero no van hacia la cima: los de la villa las llevan a casa
sobre la espalda, contorsionados, y se pierden en el follaje.
Tienen mucho que hacer y no van a ver al ermitaño
los de la villa, pero descienden, suben, y zapan fuerte.
Cuando tienen sed, tragan vino: plantándose en la boca
la botella, levantan los ojos a la cumbre quemada.
En la mañana fresca están ya de regreso cansados
del trabajo del alba, y si pasa un vagabundo
toda el agua en los pozos entre la vid cosechada
es para que él se la beba. Sonríen a las mujeres con malicia
y les preguntan cuándo, vestidas de pieles de cabra,
se sentarán sobre aquellas colinas a tostarse en el sol.

Cesare Pavese, de “Trabajar cansa”.
Versión: J. Aulicino




Hágame una listita...
"Sistemas de lectura" es una manera de decir "canon". "Canon" es una palabra utilizada por el crítico estadounidense Harold Bloom quien escribió "El canon occidental". Y todo ello refiere a la lista de compras del que quiera saber cuáles son los escritores "verdaderamente" importantes.

Piglia nos dijo una vez cuando lo entrevistamos para esta revista: "Se trata sólo de guías de lecturas académicas". Restringió su uso al ámbito académico y no quiso relacionar la palabra con el ranking.

Ahora bien, ¿qué es un "sistema de lecturas"? ¿Y qué hacer entonces con los lectores proteicos, esos que leemos de todo, y peor aun, con los escritores que se multiplican como hongos? ¿Caerán como hongos no comestibles cuando se acerque la guadaña del canon, o del Sistema de Lecturas?

Esto por no preguntar sencillamente: ¿qué es un sistema de lecturas? ¿Uno que considere la literatura universal como una obra "en progreso" como quería Ezra Pound, y a un número de autores como conquistadores o descubridores o constructores imprescindibles? ¿Uno que se lleve por la afinidad de estilo? ¿Uno que elija a los escritores que mejor representaron su época y la tendencia "maestra" de su tiempo? ¿Uno que a juicio del lector seleccione arbitrariamente "a los que escriben mejor"? ¿Uno que nos ofrezca los autores que "mejor" definieron el alma humana? ¿Uno que junte a los más "revolucionarios"? ¿Uno que exhiba a los que mejor contengan "las contradicciones" del Sistema? ¿Uno que reúna a los que han sido peor publicados y menos frecuentados? ¿Uno que...?

Cualquiera sea la elección, se trata de unos a expensas de los otros. Todo sistema habrá de apoyarse en lo que niega.

¿Por qué no uno misterioso por lo aparentemente caprichoso?, como esa lista que algunas librerías electrónicas ponían al final de la presentación de cada libro: "Los lectores que compraron este libro también consultaron..."

Raúl González Tuñón vivía en el comienzo de la calle Amenábar y el comedor de su departamento en una planta baja daba a las vías del tren. Quien lo visitaba, se asombraba de muchas cosas: de ese cercano tren que evocaba los mágicos viajes de sus poemas; de que Tuñón se ponía el saco para recibir; de la modestia del departamento. Tal vez no se asombraba de que no había allí cosas asombrosas. Ni trabucos ni títeres ni viejas botellas ni relojes ni cajas de música... Ninguna de las cosas de las que Tuñón hablaba constantemente en sus poemas. Sólo había algún portarretrato, si recuerdo bien, y uno de ellos, o el único -si recuerdo mal- contenía la foto de Charles Baudelaire. Si uno la miraba, o aludía a ella, Tuñón decía: "El padre de los poetas modernos". El canon de Tuñón entonces tenía un único santo, un solo creador, un exclusivo fundador. Era un canon monoteísta y calvinista.

Tuñón no necesitaba citar a Walter Benjamin, a quien dudo hubiera leído, para demostrar que Baudelaire era el primer poeta de las ciudades cosmopolitas. No necesitaba acudir al concepto de "flaneur" ni al del aura perdida. Allí estaba su Santo Patrón, porque en él creía.

¿No será mejor así? ¿No sería mejor que cada uno eligiese su "punto de densidad infinita" y punto?

En una reunión de amigos, una de los circunstantes dijo que a su juicio Borges era el mejor. Hubo un silencio y al fin alguien preguntó: ¿El mejor... de todos? Asintió ella. Brevemente: relucieron todo tipo de nombres por género, de narradores y de poetas... Pero no hubo discusión: sólo enumeración, como si aquellas menciones de autores de un siglo y de todo el mundo encerraran, cada una, un punto de densidad infinita, un potencial big-bang.
Publicado por Jorge Aulicino el 09/02/2008




28/03/2008
Un ángel y el culo de la diosa

Me detengo en "La Venus del espejo" (1648) de Diego de Velázquez en el fascículo 4 de “Las mujeres más bellas de la pintura” que viene publicando gratuitamente Clarín. Es una obra originariamente editada por Rebo International de Hamburgo, y reeditada por la revista Viva de Clarín. Así que no sé a qué editor atribuir la siguiente confusión que me atrevo a decir es reveladora para la poesía entendida como el arte dentro del arte, o como el arte del arte:

"Aparece -la Venus- tendida sobre un cobertor azulado, rodeada de un cortinado que le confiere a la recámara un aire de teatralidad, mientras un niño alado, Cupido, sostiene un espejo. Tradicionalmente cargado con un arco y un carcaj con flechas, aquí el pintor español optó por plasmar al ángel desprovisto de esos elementos...."

Cupido, como es bien sabido, no es un ángel. Es un dios en la mitología griega arcaica, y un genio o espíritu en la época platónica, y uno de los niños divinos, o niños del Olimpo, como Ganímedes, en épocas posteriores. Se llamaba Eros. Cupido es su nombre romano. Para los arcaicos, Eros nació directamente del caos y es una fuerza elemental del universo (cf. "Diccionario de mitología griega y romana", de Pierre Grimal). En tiempos de Platón, y merced a éste y su mención expresa en el “Banquete del Amor”, comenzó a ser tenido por hijo de Afrodita (precisamente, Venus, para los romanos). Los griegos de tiempos posteriores a Alejandro lo proveyeron de carcaj y flechas, ya que producía disturbios y heridas en el alma de quien se cruzara ante su arco. Así, de fuerza elemental devino en un hijo travieso de Afrodita, un daemon, un geniecillo, más cercano a los duendes célticos que a los grandes dioses y a las grandes fuerzas cósmicas. Sigmund Freud revalorizó a Eros, lo convirtió en una de las dos grandes fuerzas del alma: como deseo o pulsión de vida lo puso junto a Tánatos o el deseo de muerte, de aquietamiento, en una de sus obras más atrayentes, "Más allá del principio del placer".

Así pues Eros no es un ángel, quede claro. Y tal vez porque en el cuadro de Velázquez sí lo es, aparece justamente sin carcaj ni flechas. Por lo que, mediante el error, el redactor o el editor de este fascículo obtiene la verdad del cuadro: el personaje que sostiene el espejo ante la mujer recostada sobre su flanco, de espaldas al observador, es un ángel, no el hijo de la mujer tendida, menos aun una fuerza primitiva del universo.

Todas las monografías sobre el cuadro que pueden hallarse en materiales de divulgación llaman al ángel Cupido, pero no existe una fuerte razón para considerar que se trata de él, salvo la asociación natural con Venus. ¿Y estamos de veras ante una diosa? Si el ángel fuese Eros, ¿por qué Velázquez lo pinto sin flechas? Y por otra parte, ¿qué motivos hay para que se muestre solícito con su madre, y qué significan las cintas depositadas sobre sus muñecas y en parte sobre el marco del espejo? ¿Son algo más que un elemento rococó, ornamental?

Ese ángel, uno de los tantos que poblaron la pintura italiana --Velázquez pintó el cuadro en Italia o bajo la influencia de los italianos-, es el único elemento sobrenatural de una obra naturalista y de un vivo erotismo muy terreno. ¿Qué nos autoriza a pensar que Velázquez quiso pintar a la diosa y no a una mujer hermosa, pero mortal, a la que llamó Venus figuradamente, así como hoy decimos de una mujer muy bella que es una diosa?

Como la poesía, el arte en general se escribe sobre un palimpsesto, una escritura debajo. En este caso, y así debería ser en cualquier poema, en cualquier cuadro, la mención mitológica funciona a pleno, y de nada valen las evidencias de un ambiente mundano --el cobertor, los cortinados, el cuerpo mismo--: he aquí a Venus (no a una Venus), y he aquí a su hijo, Cupido, no un ángel. Pero he aquí, sobre todo, y por esa "confusión", a una bella mujer en toda su plenitud.

Siendo aun el ángel un elemento sobrenatural --podría no obstante, y dado el registro naturalista del cuadro, ser un chico disfrazado, ya que ni siquiera vuela, su rodilla izquierda se asienta firmemente en el reclinatorio-- habríamos de derivar otros sentidos de ello: el descenso de un enviado celeste para que la mujer admire la belleza de su propio rostro, y el espectador su reverso, su hermoso culo. Pero ese ángel no es sobrenatural: es simplemente artificial. Es casi irónico, sino una mascarita. El cuadro no cree en ese ángel. Pero el cuadro funciona gracias a él: la escena realista y deslumbrante, es, por él, mitológica. Sin que el ángel sea Eros ni la mujer Afrodita.

Más de tres siglos antes, casi cuatro, Guido Cavalcanti (Florencia, 1250-1300) había escrito un poema en el que, del mismo modo eficaz, realista, funciona un artificio mitológico. De manera tal que la realidad se hace más real y el mito se convierte en carne. Con él os dejo:


O tu, che porti nelli occhi sovente
Amor tenendo tre saette in mano,
questo mio spirto che vien di lontano
ti raccomanda l'anima dolente,

la quale ha già feruta nella mente
di due saette l'arcier sorïano;
a la terza apre l'arco, ma s' piano
che non m'aggiunge essendoti presente:

perché saria dell'alma la salute,
che quasi giace infra le membra, morta
di due saette che fan tre ferute:

la prima dà piacere e disconforta,
e la seconda disia la vertute
della gran gioia che la terza porta.


Oh tú que a veces traes en la mirada
Amor con tres saetas en la mano:
mi espíritu que viene de lugar lejano
te encomienda mi alma atormentada.
La que fue herida ya en la mente
por dos saetas del tirador probado:
con la tercera tiende el arco, demorado,
que no me alcanza estando tú presente.
Esta sería la salud del alma
que yace en el suelo casi muerta
por dos saetas que abren tres heridas:
la primera da placer y desconsuela,
la segunda desea la alegría
que trae la tercera flecha cuando vuela.

Versión de J. Aulicino

Publicado por Jorge Aulicino el 28/03/2008 | Enlace permanente | Comentarios (0)

18/03/2008
La espada de Quevedo
¿Qué es hoy una imagen poética?

No lo sabemos, pero sabemos, seguros, que ya no es lo que constituye el lenguaje poético, y mucho menos el lenguaje en general, aunque todavía hablemos con imágenes.

Si van al diccionario (yo no lo voy a hacer), verán que la definición de imagen, en lo que se refiere a la retórica, es muy imprecisa.

Hasta hace unos años, entendíamos por imagen poética un complejo de comparaciones, un nudo de metáforas, no una sola comparación implícita, como la de la metáfora simple, sino una íntima relación de comparaciones, cuya aspiración latente era la de dejar de ser considerada en relación con otra cosa, un decir gato por liebre.

La poesía avanzó mucho en esa dirección desmesurada. Es como si hoy quisese que se entendiera que no dice una cosa por otra, sino una otra cosa, que nada más que de esa manera puede ser dicha.

El minimalismo y el objetivismo del siglo que pasó han avanzado hacia la aspiración suprema de que sea comprendido como una composición lo que es mera enunciación. Lo ha hecho, lo hace, hasta el ridículo. Cosas como: "Tato y yo caminamos por la Costanera. /Tato odia los pejerreyes. / Volví a casa en colectivo / Me falta un diente".

Digo por mi parte que la obsesión del auténtico poeta del siglo Veinte ha sido que la poesía no tuviera apoyaturas externas, nada a lo que pudiera remitir fuera de sí misma, y en este sentido su tarea, cuando fue consciente de su desmesura, y sobre todo cuando fue inteligente, resultó impresionante.

El año pasado se celebró el aniversario de la Generación del Veintisiete española que a su vez se constituyó bajo esa denominación a raíz de la celebración de otro aniversario, el de Luis de Góngora.

En esos días, Federico García Lorca habló en Córdoba y en Sevilla sobre Góngora. Y dijo entre otras cosas sobre Góngora y sobre la imagen poética:

... "ya os supongo a todos enterados de quién era don Luis de Góngora y de lo que es una imagen poética. Todos habéis estudiado Preceptiva y Literatura, y vuestros profesores, con raras y modernas excepciones, os han dicho que Góngora era un poeta muy bueno, que de pronto, obedeciendo a varias causas, se convirtió en un poeta muy extravagante (de ángel de luz se convirtió en ángel de tinieblas, es la frase consabida) y que llevó el idioma a retorcimientos y ritmos inconcebibles para cabeza sana. Eso os han dicho en el Instituto mientras os elogiaban a Núñez de Arce el insípido, a Campoamor, poeta de estética periodística, bodas, bautizos, entierros, viajes en expreso, etc., o al Zorrilla malo (no al magnífico Zorrilla de los dramas y las leyendas), como mi profesor de Literatura, que lo recitaba dando vueltas por la clase, para terminar con la lengua fuera, entre la hilaridad de los chicos."

(...)

"El lenguaje está hecho a base de imágenes, y nuestro pueblo tiene una riqueza magnífica de ellas. Llamar alero a la parte saliente del tejado es una imagen magnífica; o llamar a un dulce tocino del cielo o suspiros de monja, otras muy graciosas, por cierto, y muy agudas; llamar a una cúpula media naranja es otra, y así, infinidad. En Andalucía la imagen popular llega a extremos de finura y sensibilidad maravillosas, y las transformaciones son completamente gongorinas.
"A un cauce profundo que discurre lento por el campo lo llaman un buey de agua, para indicar su volumen, su acometividad y su fuerza; y yo he oído decir a un labrador de Granada: "A los mimbres les gusta estar siempre en la lengua del río". Buey de agua y lengua de río son dos imágenes hechas por el pueblo y que responden a una manera de ver ya muy cerca de don Luis de Góngora."

Digan lo siguiente: ¿alguien cree que se puede decir hoy que la poesía está hecha de imágenes y que estás revisten alguna belleza, además de la del ingenio? Dejemos a Campoamor, ¿no quisieran conocer al menos la poesía de un poeta que escribe no "de" sino "con" bodas, bautismos, entierros, viajes en expreso?

¿Por qué Góngora, un poeta sin duda complejo y sorprendente, y no Quevedo como maestro de la imagen?

Esto es imagen, concebida en términos modernos:

Entré en mi casa: vi que amancillada
de anciana habitación era despojos,
mi báculo más corvo y menos fuerte.

Vencida de la edad sentí mi espada...


Es evidente que la espada vencida de la edad es una espada concreta, pero también está claro, aun si nos faltaran los versos que siguen, tal como aquí los omití, que Quevedo ve en esa espada mucho más que una decadencia propia de este objeto. Ve la muerte; es lo que dice el poema luego, pero esa muerte, y mucho más está en ese objeto vencido, por sí mismo símbolo guerrero, símbolo fálico, símbolo épico, pero no mirado como símbolo, ni colocado de tal modo en el poema sino sólo como objeto cotidiano: es su espada, la espada de Quevedo, la de un hombre de ese tiempo, el objeto más vencido y a la vez el más resplandeciente --en esto, como objeto literario-- de todos los que Quevedo nombra en este soneto --muros, habitación, báculo, etc.:lean el soneto más abajo. La espada queda grabada para siempre en la mente, lo verán, en medio de una escena vulgar y cotidiana que toda entera habla de la destrucción.

Quevedo: aquel cuya "llama" es capaz de nadar "la agua fría" y convertir en algo físico, palpable e inolvidable un sustantivo utilizado, sí, esta vez, como símbolo sobrenatural.


Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes ya desmoronados
de la carrera de la edad cansados
por quien caduca ya su valentía.

Salíme al campo: vi que el sol bebía
los arroyos del hielo desatados,
y del monte quejosos los ganados
que con sombras hurtó su luz al día.

Entré en mi casa: vi que amancillada
de anciana habitación era despojos,
mi báculo más corvo y menos fuerte.

Vencida de la edad sentí mi espada,
y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.

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Cerrar podrá mis ojos la postrera
Sombra que me llevare el blanco día,
Y podrá desatar esta alma mía
Hora a su afán ansioso lisonjera;

Mas no, de esotra parte, en la ribera,
Dejará la memoria, en donde ardía:
Nadar sabe mi llama el agua fría,
Y perder el respeto a ley severa.

Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
Venas que humor a tanto fuego han dado,
Medulas que han gloriosamente ardido:

Su cuerpo dejará no su cuidado;
Serán ceniza, mas tendrá sentido;
Polvo serán, mas polvo enamorado.

Francisco de Quevedo y Villegas (Madrid, 1580-Villanueva de los Infantes,1645)


Publicado por Jorge Aulicino el 18/03/2008

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