lunes, 25 de febrero de 2008

Julio Blanck.
jblanck@clarin.com





Había una vez un bello país en los confines del mundo, rebosante de riquezas naturales y paisajes inigualables, y habitado por una comunidad pujante y educada, en el que un ciudadano extranjero podía llegar con 790.550 dólares portados en una maleta, descender la escalerilla de un vuelo privado y tratar de pasar con su rica carga por los controles aduaneros sin que a sus acompañantes, funcionarios del gobierno, les resultase extraño.

En ese país de ensueño, al ser sorprendido en su mala fe por las autoridades, el valijero visitante podía dejar lo más campante sus cientos de miles de dólares y ufanarse de ello, después de asegurar que de su boca jamás saldría ni el origen ni el destino del dinero. En otras tierras, actitudes como esa responden al mandato de la omertá, la ley del silencio, propia de organizaciones que suelen medrar al margen de la ley, con métodos que no son exactamente pacíficos.

Bello y tolerante país, aquel de nuestra historia, del cual el portador de tan bonita suma podía entrar y salir sin ser molestado, mientras jueces y organismos entraban en confusa discusión para definir quién debía ocuparse del asunto, y los funcionarios gubernamentales, desde el más empinado para abajo, ponían cara de yo no fui, yo no sé nada, no pongo las manos en el fuego por nadie, no tenemos nada que ver, que otros den explicaciones, a mí por qué me miran.

Ese bello territorio, y su gente, tenían la peculiar virtud de aceptar como natural que el embajador del país del valijero visitante dijera, sin el menor apego a la verdad, que ningún funcionario de los suyos estaba en el avión privado, y luego se supiera que venían en él varios ejecutivos de su empresa estatal de petróleo. O que el verborrágico presidente de ese país, en las efusiones de la visita que perpetró por esos días a la idílica nación de nuestro relato, hubiera asegurado, jacarandoso y muy suelto de cuerpo, que hasta las piedras le decían que la próxima presidenta sería la esposa del actual presidente. Menudo favor a la señora: casi podía contarse la cantidad de votos por segundo que perdía por tales zalamerías.

Sobre los gobernantes de aquel país llovieron como diluvio éstas y otras desventuras similares, borroneándoles su pretensión de transparencia. Pero cuenta la historia que ni siquiera así parecía peligrar el favor que les dispensaban buena parte de sus gobernados.

¿Habilidad de los gobernantes para lucir sus logros y transitar sin daño terminal sus fracasos? ¿Espíritu de rebaño de los gobernados, ceguera, necedad o acaso el hábito, adquirido entre penurias feroces, de comparar el presente con el pasado? Todas las respuestas eran posibles, y todas tenían su porción de verdad. Pero también había que buscar la razón de esa supremacía persistente en el talante de quienes se oponían a los que gobernaban.

En aquel bello país, espantados porque muchos jefes de comarca propios se les alineaban con el bando dominante y su bolsillo generoso, los gerentes de un partido centenario arrojaron sobre los díscolos la sanción y el escarnio, buenos para castigar si el que castiga tiene fuerza para hacerlo, pero opaco ejercicio de impotencia si no se cumple esa condición esencial.

Y patrullas perdidas de un viejo movimiento populista, comandadas por generales que ya habían combatido sus batallas con suerte diversa, buscaban afanosas un mascarón de proa con promesa de mano dura, para esconder allí su presente electoral menguado.

En el bello país de este cuento, el próspero líder opositor triunfante en la ciudad capital buscaba los mil y un caminos para evitar un compromiso nacional, ávido de mantener a buen recaudo y sin riesgos su capital acumulado. Por eso trataba de convencer a un testarudo aliado de ceder en su pretensión de enfrentar al matrimonio gobernante. Y recibía de su aliado, peleador como un bulldog irlandés, un reclamo de lealtad. Feo pedido: sólo se hace cuando la falta de ese insumo ha sido comprobada.

Un capítulo entero de la historia de aquel remoto país se escribió un domingo de octubre perdido en el tiempo. Revelar su contenido es algo que aún no nos fue dado.
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