lunes, 25 de febrero de 2008

Evitar una nueva decepción en las instituciones



Las certezas y las sospechas que se han instalado sobre la presencia de la corrupción en el Estado, no sólo afectan al gobierno de turno, sino, lo que es más grave y peligroso, el prestigio y la credibilidad de las instituciones.

En los años noventa, por una sumatoria de causas, el sistema político comenzó a sufrir un serio desprestigio que se agravó con la crisis económica. El síntoma más visible de esto fue la crítica generalizada al sistema político. Otra consecuencia menos evidente pero de consecuencias más amplias y duraderas, fue una profundización del desprestigio de las instituciones de la vida republicana que se traduce, a su vez, en el deterioro de la cultura cívica. Síntomas cotidianos de este problema son el menosprecio por las normas, la apelación a la violencia en los conflictos cotidianos y la difusión de la corrupción en los estratos más bajos de la organización estatal o social.

La salida de la crisis abrió no sólo la posibilidad sino la necesidad de revertir las prácticas que contribuyeron a esa debacle y a sus consecuencias.

En este sentido y con conciencia del problema, el Gobierno tuvo una importante iniciativa para mejorar la institucionalidad, como ha sido la depuración de la Corte Suprema y la instauración de un sistema más independiente y transparente para elegir sus miembros, pasos decisivos para comenzar a restaurar la independencia y confiabilidad de la Justicia.

Pero, por otra parte, también fueron produciéndose diversas situaciones que volvieron a abrir sospechas de desmanejos y de corrupción en el Estado y, en algunos casos, evidencias que están siendo procesadas por la Justicia.

En esta lista se inscriben temas como la administración de fideicomisos, los hechos vinculados a Skanska, el dinero encontrado en el despacho de Felisa Miceli y, finalmente, el descubrimiento de una valija con dinero no declarado, perteneciente a un venezolano que viajaba con funcionarios argentinos.

A medida que los hechos se sucedían el Gobierno nacional fue ajustando, con buen criterio político, su reacción y, en el último de ellos, se deshizo de un funcionario que, con culpa o sin ella, apareció en medio del escándalo. De este modo busca dar una señal de buenos reflejos y de rechazo a conductas no ya probadamente culpables sino tan sólo sospechosas.

También se ha señalado, para incorporarlo al activo oficial, que en los casos de Skanska, Miceli y la valija venezolana, fueron autoridades estatales las que descubrieron los hechos. Esto es correcto, con la salvedad de que en los dos primeros casos se debió a hechos fortuitos.

El caso es que, los episodios que se comentan, y a pesar de la reacción oficial, han vuelto a difundir la sombra de la sospecha sobre un aspecto sensible de la gestión pública, y la fuerte presunción de que los organismos de control estatal, destinados a monitorear el desempeño de los funcionarios, no funcionan como debieran. Más aún, se han dado casos de cuestionamientos realizados por alguno de esos organismos, que no encuentran el eco que debieran en el Gobierno o en el sistema judicial.

Por eso es una responsabilidad fundamental del Gobierno y del sistema político en su conjunto revertir esta tendencia, para evitar que el desengaño por un gobierno o por un segmento de la política dé lugar a una nueva ronda de decepción ciudadana en las normas que regulan la vida política y social.

Hay que tener presente que del respeto por esas normas dependen, en última instancia, la coexistencia social, el progreso económico y la solidez de la Nación.

Las sospechas y las certezas de corrupción no sólo pueden afectar al Gobierno sino también el prestigio de las instituciones. El Gobierno contribuyó a mejorar la institucionalidad con la renovación de la Corte. Pero los casos de corrupción muestran que el control de los funcionarios no está funcionando como debiera. Puede agravar la decepción de la ciudadanía en las instituciones.

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