domingo, 8 de junio de 2008

CRÓNICA: IDA Y VUELTA
El integrado, el apocalíptico
ANTONIO MUÑOZ MOLINA 07/06/2008


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Los escritores de vez en cuando enuncian las leyes universales de la literatura, las cuales suelen corresponderse con el caso particular de cada uno. A los escritores, en las mesas redondas o en las entrevistas, les entra a veces un curioso afán legislador: explican que la literatura ha de ser de una cierta manera y no de otra y apelan para demostrarlo al ejemplo de algunos grandes nombres, que casualmente son los modelos que a ellos los inspiran. No te engañes, me avisa la presencia querida: cuando un escritor dice admirar mucho a un maestro lo que está haciendo es admirarse y vindicarse por su mediación a sí mismo; ¿no te has dado cuenta de que sólo admiran a los que creen parecerse?

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En el caso de Carlos Ruiz Zafón, la prueba irrefutable de su talento sería que lo lee todo el mundo; en el de Juan Goytisolo, que no lo lee casi nadie

Con mucha frecuencia hay más gente que lee una novela infame que una novela magnífica. Pero también hay novelas magníficas que seducen a millones de lectores
Estaría bien admirar a aquellos de cuyas virtudes carecemos. Leer los cuentos de Chéjov, los de Bernard Malamud, los de Rulfo, los de Alice Munro o Raymond Carver si tenemos una tendencia excesiva a las amplitudes de la prosa; incluso, para mayor disciplina, frecuentar la poesía más estricta. Cuando de manera casi automática nos inclinemos por las tramas laboriosas y cerradas, haríamos bien en fijarnos en los maestros de lo insinuado, de lo dicho a medias, porque a la ficción le pedimos que nos cuente un cuento y que nos cuente el mundo, que transmita la experiencia en el estado más puro posible y a la vez que le dé forma, y entre esos dos polos magnéticos andamos a tientas buscando el punto inseguro de equilibrio. Algunas veces, por pudor o por cobardía, o por miedo al exceso, o por no molestar, nos sometemos con demasiada mansedumbre al decoro: entonces está bien que admiremos a los grandes desvergonzados, a los que han llamado a las cosas por sus nombres más crudos, atreviéndose a contar lo que siempre se calla, con el júbilo del niño que repite palabras obscenas atragantándose con sus propias carcajadas. El gusto cambia, modificado en parte por el influjo de las obras más innovadoras: lo muy minoritario puede hacerse masivo, lo abrumadoramente popular desaparece sin rastro, lo que fue distinguido y exquisito se queda fósil, lo desdeñado por vulgar resulta ser lo más sofisticado con el paso del tiempo.

Por eso cansan tanto los axiomas de los escritores, que cuando se repiten mucho revelan una herida que no quiere mostrarse. En los mismos días y en este mismo periódico se entrecruzan dos voces, la de Juan Goytisolo y la de Carlos Ruiz Zafón, y aunque parece que no tienen nada en común uno reconoce al escucharlas ese tono del escritor que se vindica a sí mismo convirtiendo en ley la circunstancia personal, anticipándose a mostrar su desdén precisamente hacia lo que cree que sin justicia se le niega. Ruiz Zafón vende a toda velocidad no sé cuántos millones de libros, y considera que la literatura ha de contar historias claras y directas, que los personajes, igual que en una buena película o en una serie de televisión, "deben definirse a través de sus acciones y de sus palabras, no echando un rollo patatero en un párrafo inmenso". Zafón celebra la cultura de masas y detesta los "mundillos literarios" españoles, habitados por críticos rancios y por novelistas tristemente obsoletos que escriben -escribimos- rollos patateros en párrafos inmensos, alimentando un resentimiento disfrazado de superioridad hacia quienes sí conectan con el público.

Juan Goytisolo también se ve a sí mismo como un forastero en el mundo literario español, que le parece tan desolador como a Ruiz Zafón, pero por razones distintas: salvo él, Goytisolo, y alguno más, los escritores están entregados a la comercialidad más baja, a los caprichos del mercado, a la fabricación de groseros bestsellers escritos en una prosa que él mismo parodiaba hace poco en estas mismas páginas con sus conocidas dotes humorísticas. Juan Goytisolo viene repitiendo desde hace tiempo las siguientes leyes de la literatura universal: los grandes escritores -el Arcipreste de Hita, Blanco White, Jean Genet, el propio Goytisolo, por poner unos cuantos ejemplos- son heterodoxos y renegados que sufren persecución por su rebeldía, y que escriben obras tan rompedoras, tan arriesgadas, tan radicales, que no hay sitio para ellas en sociedades literarias regidas por el borreguismo y por la venalidad comercial, y que por lo tanto sólo son apreciadas plenamente por una minoría exquisita de lectores. Goytisolo es generoso: juzga que está bien que existan escritores de masas como Carlos Ruiz Zafón, ya que gracias a los beneficios económicos que producen sus libros las editoriales pueden costearse el privilegio de publicarlo a él.

En los términos inventados por Umberto Eco, Goytisolo sería un apocalíptico, y Ruiz Zafón un integrado. Para el uno, la maestría y la popularidad son incompatibles; el éxito de una obra es su argumento definitivo contra ella. Al otro no le basta haber vendido más de cien millones de libros con sus historias claras, de párrafos bien medidos y personajes que se definen por sus palabras y sus actos: quiere que esa sea la vara de medir la literatura. En el caso de Zafón, la prueba irrefutable de su talento sería que lo lee todo el mundo; en el de Goytisolo, que no lo lee casi nadie. Goytisolo prefiere no acordarse de la extraordinaria popularidad que disfrutaron casi instantáneamente muchas obras maestras, prolongada a lo largo de los siglos, resistente a la ignorancia y a las malas traducciones, incluso a la desaparición de la cultura en la que fueron originadas. Un novelista puede ser grande y tener mucho éxito, incluso impúdicamente ambicionarlo: Balzac, Dickens. Otro igual de grande puede no tener ninguno, al menos en vida: Stendhal. Con mucha frecuencia hay más gente que lee una novela infame que una novela magnífica. Pero también hay novelas magníficas que seducen a millones de lectores -Lolita, Vida y destino, Bella del Señor, Anna Karenina- y su número no es inferior al de las novelas infames que fracasan.

Historias transparentes que se leen en unos minutos pueden tener profundidades y matices que no agota ninguna lectura; otras parece que sólo se nos entregan después de un largo asedio, exigiéndonos una atención obstinada y ferviente, revelándose de pronto en su intensidad cegadora. Los muertos se lee en un viaje corto con una placidez estremecida de melancolía: El ruido y la furia sólo empieza a penetrarse después de leerla dos veces. Una requiere claridad y sugerencia: la otra tinieblas, arrebato y delirio. Que una obra de arte tenga mucho éxito dice tan poco sobre ella como que no tenga ninguno. John Coltrane urdió algunas de sus improvisaciones más desaforadas sobre un vals tan inmensamente popular como My favorite things. Bajo el volcán estuvo una o dos semanas en la lista de los libros más vendidos del New York Times.

Que cada uno haga su trabajo, pues, según pedía Camus, como sepa o como pueda, porque más allá de la página y del gusto o el desaliento de escribir no hay nada seguro, ni la calidad de lo que hacemos, ni la resonancia que tendrá. Sólo dos cosas son ciertas para casi todos los que nos dedicamos a este oficio: nunca venderemos ni una ínfima parte de lo que vende Ruiz Zafón; nunca nos consagrarán tantas tesis doctorales, congresos, homenajes, como a Juan Goytisolo.

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