domingo, 10 de mayo de 2009

Wiñaski

La peste


Decidí transcribir literalmente un fragmento de mi libro "Travesías Argentinas". Está referido a la epidemia de Fiebre Amarilla que estragó Buenos Aires en la segunda mitad del siglo XIX.


El texto se asocia a este clima y a estos miedos por las fiebres que nos acechan.
Nada de lo que aquí se transcribe es ficticio. Aquí va:
"La peste comenzó oficialmente el 27 de enero de 1871. Los preparativos del carnaval ya alborotaban a San Telmo como siempre, y la muerte se ocultaba tras las máscaras. Ese día se diagnosticaron tres casos. Tres hombres habían muerto por la fiebre amarilla, y hubo tres médicos que denunciaron el brote ante la Comisión Municipal, pero las autoridades prefirieron soslayar el dato y suponer que no había epidemia.
El carnaval era efectivamente inminente y la verdad no debía arruinar la fiesta. Los doctores Luis Taminí, Santiago Larrosa y Leopoldo Montes de Oca coincidieron y previeron el horror. Pero no se les hizo caso.






La fiebre amarilla. Óleo de Juan Manuel Blanes


Los cadáveres llegarían en procesión. Entre enero y junio de 1871 murieron en Buenos Aires catorce mil personas víctimas de la fiebre amarilla, y la ciudad quedó vacía. De los ciento noventa mil habitantes que la poblaban, sólo quedaron sesenta mil viviendo en el casco urbano.
El éxodo fue ancho y anárquico como el pánico. La peste había empezado en el sur, en los conventillos atestados, brotó en San Telmo, rebasó hacia El Socorro, continuó avanzando y sembrando la nada.
La población huía de la parca que la perseguía y diezmaba a razón de ciento cincuenta muertos por día.
El carnaval no se detuvo.
El 20 de febrero, San Telmo era un aquelarre de candombes sagrados, mascaradas y serpentinas, y disfrazada como uno más entre los murgueros, la infección, aunque invisible para la ceguera oficial, ya era un hacha que hacía trizas por todas partes.
No faltó un diario mentiroso. Por ejemplo, Manuel Bilbao, director de La República, pontificaba desde sus páginas afirmando muy suelto de cuerpo que no se trataba de fiebre amarilla. Es que con la peste siempre es igual. Al principio siempre es increíble.
Como escribió Alessandro Manzoni en su extraordinaria novela "Los novios": "Al principio, pues, peste no, absolutamente no: prohibido hasta pronunciar la palabra. Luego, fiebres pestilenciales: la idea se admite de refilón con un adjetivo. (...)
Los ricos del sur se fueron al norte, al Barrio Norte, y así quedó el sur, abigarrádonse en el corazón de la matanza. También se fue Sarmiento. Era el presidente de la Nación en ese entonces, y la Casa Rosada estaba allí a la vera de la fiesta de los sepultureros. En efecto, Sarmiento se alejó de Buenos Aires en esos momentos de tribulación. Lo malo fue que lo hizo a lo Sarmiento, es decir, estrepitosamente, con ostentación, rodeado de una llamativa escolta de 70 individuos demasiado visibles y embarcando en un tren especial.
Bartolomé Mitre, en cambio, su enconado rival y jefe de la oposición se arriesgaba a diario, con el chambergo y el coraje bien puestos, por las calles infestadas. Ayudaba con sus manos a los agonizantes, y él mismo y sus hijos que lo acompañaban contrajeron el mal. Pero se salvaron, como si, piadosos, los hados los perdonaran por haber tenido la bravura de meterse entre los afiebrados.
Otro héroe fue Eduardo Wilde, médico y luego escritor, testigo y cronista de la peste; fue uno de los pocos que desde un primer momento se atrevió a ponerle el nombre verdadero al mal, en llamarlo fiebre amarilla y en combatirlo a brazo partido en medio de los moribundos..."