viernes, 1 de mayo de 2009

Agenda de reflexión de Alejandro Pandra




A un año del Pronunciamiento‹ - › | 20 de Diciembre de 2002 ≈ 10:09 |

Los cronistas escrupulosos cuentan que al mediodía del jueves 20 de diciembre del año pasado, el presidente de los argentinos era uno de los pocos que estaba convencido todavía que iba a cumplir hasta el final su mandato constitucional, que caducaba formalmente el 10 de diciembre de 2003. Acaso fuera la pasión republicana, savia de la centenaria UCR que le ha dado a este país cinco presidentes, de los cuales los cuatro radicales más genuinos no pudieron finalizar su mandato. Lo cual no constituye, por cierto, ninguna exclusividad histórica.
Al mediodía de ese 20 de diciembre, Fernando de la Rúa, sordo a las cargas de la caballería policial, a los ecos metálicos que tronaban por doquier y a los estallidos incontables e incontenibles alrededor de la Casa de Gobierno, intentaba reordenar su gabinete, caído ya en desgracia estrepitosa el mito del superministro salvador, Domingo Felipe Cavallo. Todo parecía -¡y vaya si lo era!- un disparate.
De la Rúa apoyaba sus ilusiones de permanencia en un acuerdo con el justicialismo al que supuestamente la noche previa habían llegado sus operadores, mientras el presidente dormía con la relativa placidez que brinda un eficaz somnífero en la Quinta de Olivos, y también mientras se sucedían los saqueos y en la Plaza de Mayo repleta y en toda la ciudad repiqueteaban incesantes las cacerolas. Pero el apoyo justicialista, como ya todos sabían, nunca llegó.
Finalmente, De la Rúa firmó su renuncia minutos después de las siete de la tarde. Según su propia confesión, toda la vida se había preparado para ejercer la presidencia del país. Pero el cálculo no fue feliz.
Sólo dos años y dos meses antes había sido elegido por el 48,5 por ciento de los votos, disfrutaba del 70 por ciento de imagen positiva y encarnaba una esperanza de cambio genuina, que como para demostrar la naturaleza efímera del poder, terminó en bochorno entre el hartazgo popular, el caos, los saqueos, los cacerolazos, las protestas masivas y un tendal de decenas de muertos, varios a escasos metros de la Casa Rosada. En setecientos cuarenta días aquel tipo alto, imponente, atildado, medio majestuoso, acartonado y solemne era otra persona, ausente, tambaleante, sombría, patética, vencida.



En las primitivas creencias populares de Roma, las Furias eran demonios del mundo infernal en que se personificaban la venganza y los remordimientos. Junto al repudio a un gobierno, a un modelo, a todo un sistema de representación política, algo de aquellos elementos ancestrales, plasmados en ira colectiva, emergió en la lacerante eclosión de hace un año. También se sumó la irresponsabilidad de muchos dirigentes que jugaron al descalabro sin haber comprendido –y todavía no lo han hecho- el mensaje de las urnas de octubre de 2001, primera e inseparable etapa del mismo pronunciamiento. Las furias pueden descargarse a gritos sobre calles, plazas y rutas, o manifestarse en silencio con un contundente voto bronca, de rechazo raigal a toda la oferta electoral.
Lo cierto es que el proceso tuvo todas las características de un pronunciamiento popular. Pero por ahora, debemos reconocerlo mientras no se demuestre lo contrario, el curso de acción hipotético configura el relato de una historia que no fue. Por ahora. Y el grito clamoroso de que se vayan todos ya comienza a opacarse como expresión fiel a un imaginario que por doscientos años, de París a Moscú y de Pekín a La Habana, imperó fuertemente en el pensamiento revolucionario occidental.
Y mientras la sociedad bulle, la representación de los partidos políticos muestra sólo signos de esclerosis múltiple y de una esterilidad irreversible de nuevos liderazgos. Las viejas formas venerables de la política y del Estado yacen en ruinas, montón de escombros de lo que fue autoridad, arte de gobierno y sabiduría estadista. En tanto unos pocos intentan sanar y reconstruir como pueden esas ruinas, una horda de mercaderes de ideas marchitas compiten sin otra ambición que el lucro, hasta haber hecho de la política un mero vocablo que esconde una red de intereses y de privilegios injustos. En la atmósfera turbia y cansada de los salones en donde se dirime semejante parodia no está, evidentemente, la resolución del problema argentino.



En el último año, muchos millones de argentinos dejaron de pertenecer a la clase trabajadora, y otros muchos millones de argentinos dejaron de pertenecer a la clase media, para hundirse en el limbo confuso de los desclasados. Golpeadas profundamente en sus márgenes, estas clases, las más lábiles y activas del cuerpo social, poco a poco se van ahora replegando, ahogadas por una expansión alucinante de la desesperanza. Aunque es cierto que las acechanzas visibles suponen también nuevas promesas, éstas son apenas adivinables bajo el peso de las fatigas inmediatas.
Pero un mundo sin esperanza es un mundo inhabitable.
Ahoga a la imaginación y al pensamiento y decide, por fin, la parálisis de la voluntad.
Sin embargo, el imperativo argentino consiste en nuestra voluntad de ser nación. Y este imperativo no tiene escapatoria posible: requiere –ineludiblemente- de una resolución política. Buscarla con espíritu firme y sereno, con corazón alegre y sin concesión alguna a ese corso de cornetines, bonetes y serpentinas que se han apropiado de aquellos salones de ambiente asfixiante, es el verdadero núcleo del servicio actual a la patria y a la historia.



Hace un año, la proliferación de asambleas barriales y de piquetes reveló la existencia de un nuevo y vigoroso interés participativo. En cada esquina se discutía todo, desde los problemas nacionales y globales hasta uno concreto y cotidiano del barrio o del pueblo. Luego el auspicioso movimiento fue perdiendo fuerza, por la dificultad para encontrar una fórmula que, más allá de la bronca y la protesta, articulara tantas voces y opiniones.
En otras palabras, no se encontró la forma política de encauzar el proceso. La experiencia remite a otras etapas de entusiasmo participativo, en la primera mitad del siglo XX.
Al iniciarse el mismo, en las barriadas de poblamiento creciente y reciente de las grandes concentraciones urbanas, brotaron como hongos las sociedades de fomento, las bibliotecas populares y los clubes sociales, que cumplieron un papel fundamental en la construcción de la nueva sociedad y en la formación cultural del pueblo, creando redes, formas de convivencia y maneras de mirar el mundo y la vida.



Pero además, cuando de la mano de la ley Sáenz Peña el país ingresó en la etapa de la democracia de masas, esas organizaciones barriales fueron el lugar de aprendizaje de las técnicas y habilidades necesarias para el ejercicio soberano del voto popular. Y los contactos de este mundo asociativo y la nueva política partidaria fueron muchos, pues fácilmente se pasaba de la sociedad de fomento, el club o la biblioteca al comité, la parroquia o la circunscripción, y aun se podía estar en ambas partes, sin contradicción alguna.
Sin embargo, el proceso social no iba a culminar hasta que el radicalismo yrigoyenista, masivamente convalidado en las urnas, no tradujera a términos políticos el nuevo escenario nacional, en una forma original y desconocida hasta entonces.
Algo similar ocurrió durante el proceso de 1943 a 1945 y las consecuencias sociales y culturales de la incipiente industrialización y de la concentración de “cabecitas negras” en las grandes ciudades. También entonces, sólo se iba a definir cuando el 17 de Octubre parió al peronismo, que a su vez encarnó la resolución política del problema argentino. Y otra vez bajo una forma original y desconocida hasta entonces.



Queremos decir que, en cualquier caso, la voluntad de participación y la movilización de todos los estamentos activos de la sociedad, con ser condiciones necesarias de una práctica democrática sana, no fueron ni son suficientes, ni en la primera mitad del siglo XX ni en los albores del XXI.

A ellas hay que agregarle fórmulas políticas e institucionales adecuadas.
Y ordenar así una propuesta que tenga vigencia efectiva para dar respuesta política, en una forma original y desconocida por ahora, a este ecumene de la miseria, el horror y el espanto contemporáneos.
No hay destino tan desfavorable que no podamos fertilizar, aceptándolo y asumiéndolo con vigor y decisión. Del destino, de su áspero roce, de su ineludible angustia, sacan los pueblos la capacidad para las grandes epopeyas históricas.
En todo caso, se requiere el reconocimiento de nuevos valores. O, si se quiere, de viejos valores revitalizados en un nivel más profundo de la experiencia. O mejor aún, no de valores viejos sino de valores permanentes –que por permanentes son jóvenes- y pueden generar entonces nuevos resurgimientos.
La mera paciencia sin ánimo no tiene futuro. Y el ánimo que pierde la paciencia actúa destructivamente y defrauda hasta engañar su propia obra. Hay que permanecer pacientemente en el ánimo y animadamente en la paciencia.
Pero sepamos desde ya que el problema argentino no se resolverá sólo por vía contemplativa, sino sobre todo por vía activa. No se resolverá sólo en la esfera de la forma , sino principalmente en la esfera del ser. No se resolverá sólo en el campo de la sensibilidad, sino también en el campo de la voluntad.
El problema argentino, inevitablemente, se resolverá por vía política. Traerá consigo deberes, castigos y honores. No se trata sólo de una tarea de pensadores y de poetas. Se trata esencialmente de una tarea de hombres de acción, de conductores y capitanes.
Padecemos una Argentina desgarrada y descompuesta, enajenada y sin rumbo, con un pueblo pobre y escuálido y desangrado, sumido en la depresión y el desconcierto. Como fue en su momento con Hipólito Yrigoyen y con Juan Perón respectivamente, la situación exige formas nuevas de expresión política, originales y misteriosas.
Una vez más, aquí se requiere, con urgencia dramática, de un puñado de conductores y capitanes que venga a reclamar con coraje y vigor un primer puesto en la ardua tarea de rehabilitar la esperanza y el destino nacional de los argentinos.