La trampa de ser mujer
—Manual para recobrar la autoestima perdida—
Estrella Cardona Gamio
Ensayo
CCG Ediciones
Barcelona (España), 2006
ISBN: 9788493532949
El sello español CCG Ediciones, creado originalmente para la edición de libros digitales, dio el salto al papel hace algún tiempo. La trampa de ser mujer, de la escritora Estrella Cardona Gamio —cuya Atalaya es parte de nuestra Ciudad Letralia—, es el más reciente de sus títulos y toca temas tan interesantes como polémicos.
Subtitulado como Manual para recobrar la autoestima perdida, el libro es justamente eso: una serie de directrices para ayudar a la mujer contemporánea a superar cierto complejo de inferioridad respecto al hombre, con la intención de devolverle a sus lectoras la confianza en sí mismas, perdida a causa de una educación equivocada impartida por unas madres que a su vez la recibieron de las suyas.
“Ni el hombre es superior a la mujer ni la mujer es superior al hombre”, explica Cardona Gamio en la presentación de su libro. “Ambos somos iguales con nuestras virtudes y nuestros defectos, y lo que se pretende con este manual es sensibilizar tanto a unas como a otros mostrando ejemplos antiguos y actuales de mujeres que respetándose a ellas mismas demostraron su valía”.
El libro tuvo un origen singular. Hace algún tiempo, Cardona Gamio dictó una charla sobre literatura a un público totalmente femenino, pero el coloquio fue derivando poco a poco en una conversación sobre la importancia de la mujer, sus diferencias con respecto al hombre, y creencias como las que apuntan hacia la mujer como ciudadana de segunda, eterna tutelada que no puede dar un paso sin la aprobación masculina.
Con las preguntas que surgieron de aquella primera conversación, y artículos escritos en otras circunstancias, en los que se refieren historias de mujeres ejemplares que supieron encarar el predominio del sexo masculino, Cardona Gamio dio forma a este manual que hoy puede adquirirse vía Internet desde cualquier parte del mundo.
Temas como el matriarcado, la mujer y la ecología, la emancipación femenina, la herencia y el matrimonio, y semblanzas sobre Lisístrata, Olympe de Gouges —cuya Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana, publicada por nosotros en TransLetralia, se incluye íntegro—, Maria Wolstonecraft, Mary Shelley, George Sand, Louise May Alcote y otras, son la sustancia de este interesante trabajo.
Nacida en Valencia, Cardona Gamio es licenciada en bellas artes, pintora e ilustradora. Ha realizado exposiciones individuales y ha participado en colectivas. Ha publicado las novelas El otro jardín (edición de la autora, 1978) y Adriel B., la novela de una alcohólica (CCG Ediciones, 2006); el libro de relatos La dependienta (Nostrum, 2006) y el manual Taller libre de literatura —respuestas a preguntas de escritores noveles— (CCG, 2006).
El regreso del caracol
Lo mejor de lo que nos llega por correo convencional es comentado en El regreso del caracol. Envíenos libros u otras publicaciones a:
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sábado, 22 de marzo de 2008
MARIA CANDEL DE PUERTA -
Escribir desde la melancolía
Una aproximación a la figura de Rosalía de Castro
María Candel de Puerta
Rosalía de Castro envuelta en un mantón de pena negra, camina por las calles castellanas rezongando de su exilio.
Desde hace años vive en la nostalgia de sus paisajes brumosos. Despotrica de Castilla, le parece tosca y árida, y la acusa de maltratar a los campesinos gallegos que llegan a trabajar a estas tierras. Poeta de la sombra, siempre presente en su obra, con ella va dando forma al vacío de su origen “pecaminoso y poco noble”, por el hecho de ser hija natural del sacerdote José Martínez Viojo y María Teresa de Castro.
Mujer de encrucijadas, cruceiro de caminos, también ella parte un día. Sus raíces pertenecen a la Galicia atávica de meigas y trasgos, pero su inteligencia la señala y la obliga a buscar en otros horizontes. Abre caminos, pelea sola, con los dientes apretados sonríe; escribe en gallego para recuperar los sonidos de sus antepasados.
Entre embarazos que afectan su salud, escribe versos que hablan de nostalgias no digeridas, de soledades y desencuentros. Pertenece a esa casta de mujeres que se refugian en el silencio y el sufrimiento; eternas Penélopes que tejen redes con las que no pueden retener a los maridos ni a los hijos; “viudas de vivos” como las llama la escritora hablando de los hombres que no pudieron sustraerse del llamado del mar, del llamado de las tierras áridas donde se comienzan a formar las grandes metrópolis.
Rosalía se instala en Castilla con su esposo, el historiador y crítico Manuel Murguía. Le escribe el prólogo de En las orillas del Sar en el que hace un retrato en sepia de su personalidad, mostrando a una mujer que se identifica con los humildes y les da la voz de la que aún carecen; pero también a la mujer de alma apasionada, capaz de romper esquemas y avanzar sola por nuevos caminos.
Desde su exilio castellano su carácter depresivo se agudiza y hace que viva aislada en su cosmos de embarazos fortuitos y enfermedades domésticas. Escribe Cantares gallegos en su lengua madre, en un acercamiento a las olvidadas tradiciones de los “cancioneros medievales”, recuperando después de cuatro siglos por medio de esta lengua, el valor y el sentido de la pertenencia a la tierra. Su lenguaje es el del habla rural de la zona, “Rosalía y sus contemporáneos no disponen de una tradición que dé prestigio a su intento de restauración, no disponen tampoco de diccionarios ni de gramática de esta lengua”, escribe Losada Castro, “...en este sentido el esfuerzo de Rosalía y de sus predecesores resulta verdaderamente heroico”,1 continúa más tarde. Con Cantares muestra el lado más festivo del sentir gallego: la vinculación del campesino con la tierra, sus costumbres ancestrales, romerías y saraos; el vivir cotidiano en una mirada dulce e irónica hacia el mundo en el que está enraizada.
En lo que pareciera un ritual de cortejo, compone el poema a San Antonio, el santo casamentero:
San Antonio Bendito,
Dadme un marido,
Aunque me mate
Aunque me desuelle.
Mi Santo San Antonio,
Dadme un marido,
Aunque el tamaño tenga
De un grano de maíz.
Dádmelo, mi Santo,
Aunque los pies tenga cojos
Mancos los brazos.2
La mujer que le pide a San Antonio un marido, lo hace desde el convencimiento de lo que se sabe ancestralmente predestinado. Le preceden generaciones de mujeres que acallaron el arrebato del enamoramiento, pero conservaron la esperanza de que ese contrato amoroso saliera bien en términos afectivos. Rosalía se toma la licencia, en estos versos, de burlarse jugando con los conceptos de que la mujer que se queda sola, sin un hombre a su lado, verá disminuido su valor como ser humano. Pero también hay en Cantares la denuncia de la ausencia y el maltrato que reciben los hombres que parten hacia las tierras chatas donde se cultiva el trigo para realizar los trabajos de la siega:
Fue a Castilla por pan,
Y jaramagos le dieron;
Hiel por bebida,
Penitas por alimento.3
La autora se mimetiza a través de su poesía con el pueblo gallego, y éste se reconoce en sus versos. Torrente Ballester considera a Rosalía la “primera poeta social que no se apoya en una ideología, sino en una experiencia”.4 En 1880, después de doce años de haber publicado Cantares, sale a la luz Follas novas también en gallego, donde aparece su melancolía metafísica en una obra de tono diametralmente opuesto a Cantares.
Los trasiegos que la llevan por varias ciudades de Castilla siguiendo a Manuel, agudizan su tristeza perenne; las enfermedades propias y las de los hijos la van apartando a lugares sombríos de su imaginación donde confunde “sus propios pesares con los ajenos”.5 En el prólogo que ella hace de Follas novas se excusa de que sus versos no tengan las mismas resonancias que los anteriores, “pero las cosas tienen que ser como las hacen las circunstancias, y si yo no pude nunca huir de mi tristeza, mis versos menos”.6
Se puede decir que hay en Rosalía, como en otras escritoras del siglo diecinueve, un discurso a “doble voz”. Cuando hace referencia a la producción literaria, se asume con modestia y pide excusas por el hecho de levantar la voz para que sea oída; el prólogo de Cantares es explícito en este sentido: “gran atrevimiento es, sin duda, para un pobre ingenio como el que me tocó en suerte, dar a luz un libro, aunque páginas debían estar llenas de sol, de armonía...”, y continúa después: “mis fuerzas cierto es que quedaron muy por debajo de lo que alcanzaron mis deseos, y por eso, comprendiendo cuanto pudiera hacer en esto un gran poeta, me duelo aún más de mi ineficiencia”.7 La modestia, el pudor de mostrar sentimientos, obedeciendo el impulso de los primeros años como ser y como escritora, se ve fuertemente contrastado con las obras posteriores, Follas novas y En las orillas del Sar, obras en las que aparece una Rosalía despojada de convencionalismos, que habla desde “ella y para ella”.
Yo no sé que busco eternamente
En la tierra, en el aire y en el cielo;
Yo no sé lo que busco, pero es algo
Que perdí no sé cuando y que no encuentro
Aún cuando sueñe que invisible habita
En todo cuanto toco y cuanto veo.
Felicidad no he de volver hallarte en
La tierra, en el aire ni en cielo,
¡Aún cuando sé que existes
Y no eres vano sueño!8
II
Así como la oralidad funda la cultura en las sociedades humanas, es el poeta el que se anticipa al imaginario que más tarde explora y confirma. El poeta presiente y ve con los ojos ciegos de la imaginación los contenidos arcaicos y primarios de la mente. Sentimiento y pensamiento, pulsión y ley: extremos del fino hilo en el que el poeta teje sus palabras y va construyendo su mundo con la linealidad que sólo posee la palabra escrita.
La palabra melancolía o bilis negra como era llamada en la antigüedad, es de origen griego: melas = negro y xolias = humor. Según los médicos Hipócrates y Galeno, el cuerpo humano producía cuatro humores: sangre, bilis amarilla, flema y bilis negra. Cada uno de estos humores producía un temperamento particular con características específicas, que se combinaban para determinar los estados de salud y de enfermedad del cuerpo y del alma. De esta manera una persona podía ser sanguínea, colérica, flemática o melancólica, según el humor correspondiente a su temperamento. Para los griegos, el genio se concebía como un regalo de los dioses, y la melancolía como un aspecto concomitante con la genialidad.
En el libro Los problemas atribuido a Aristóteles, se aborda el tema de la melancolía y comienza preguntando: ¿por qué razón todos aquellos que han sido hombres de excepción bien en lo que respecta a la filosofía, o bien a la ciencia del Estado, la poesía o las artes, resultan ser claramente melancólicos y algunos hasta el punto de hallarse atrapados por las enfermedades provocadas por las bilis negra?9
Durante el oscurantismo que dominó en la Edad Media, se pensaba que la tristeza y el ensimismamiento del melancólico eran la consecuencia del hecho de estar poseído por el diablo, se les consideraba perezosos y faltos de carácter. En 1433 el florentino Marsilio Ficino, filósofo renacentista, reinventa el significado de la melancolía dotándola de heroicidad espiritual y locura divina. Pensaba que el hombre debía poner el alma en el centro de su vida, manteniendo con ésta el equilibrio necesario entre mente y cuerpo, entre lo espiritual y lo material. Ficino fue un gran estudioso de la obra de Platón, a la que tradujo acercando su obra al hombre de su época. A lo largo de su vida mantuvo correspondencia con numerosos eruditos, líderes políticos y religiosos. En una de estas cartas a su buen amigo Giovanni Cavalcanti le declara: “padezco de una cierta disposición melancólica”. Su concepto de la melancolía como una fase más del alma humana, de un lugar sombrío y fresco donde ésta puede refugiarse, abre un espacio nuevo y fructífero para el pensador, el artista y el nuevo hombre que se forma en el Renacimiento.
Las teorías hipocrática y aristotélica que hablan de tristeza y melancolía son recogidas por Freud en su búsqueda por explicar la conducta humana y las identifica con la pérdida y el duelo, entendiendo por pérdida aquella experiencia dolorosa que no ha sido elaborada o asumida por la conciencia, permaneciendo enquistada y latiendo en lo recóndito de nuestra psiquis. Julia Kristeva dice al respecto: “para el ser hablante, la vida posee sentido: es por lo demás, el apogeo del sentido. Tan pronto éste se pierde, se pierde la vida misma sin aflicción. A sentido perdido, vida en peligro”.10 Esta pérdida es percibida por el ser humano como una fractura en la continuidad del sentido de vida, y a partir de ahí comienza a buscar en otros rincones de su mente algo nuevo que suelde y haga firme la estructura de su vida.
En esta búsqueda de alternativas, de la necesidad de un nuevo sentido, se encuentra el acto de la creación artística. Toda pérdida necesita de la reparación sanadora del duelo, de una elaboración interior, de la introspección arriesgada y certera, ya que se considera que el melancólico es aquel que no puede hacer el duelo, y vive replegado en él. En general, cuando la creación artística actúa de forma sanadora, ella misma proporciona el alivio. Para el poeta, emprender una obra es actuar en el terreno de la reparación, “contrarrestar, como diría Brenot, la energía negativa de la pérdida, con la energía positiva del acto creativo”.11 Por eso, desde los comienzos de la psiquiatría, se conoce del efecto beneficioso de las artes, de su función terapéutica al explorar los contenidos de la mente, vertiéndolos en la conciencia, haciendo catarsis o circundando y poniendo límites a un caudal de imágenes, que de no ser así, se desbordarían. Fernando Yurman nos dice: “en la psicosis, la carencia de ese otro ordenador encuentra muchas veces en la métrica, en el ejercicio gozoso de la sintaxis, la ayuda para poner coto a las pulsiones y liberarnos de su silencio destructivo”.12
Rosalía, en esa otra mitad de su vida, en que las fuerzas flaquean pero se afianzan las ideas, se hace de una segunda voz que revindica su condición de mujer y de poeta: su derecho a ser. Sus versos se vuelven hacia dentro y desde lo más hondo, escarba y araña, para re-crear su mundo poético.
Desde entonces busqué las tinieblas
Más negras y más hondas,
Y las busqué en vano, que siempre
Tras la noche topaba con la aurora...
Sólo en mí misma buscando en lo oscuro
Y entrando en la sombra,
Vi la noche que nunca se acaba
En mi alma sola.13
La unión que siente el ser humano con la madre-tierra, con el paisaje que le nutre y más tarde le da sentido de pertenencia y nacionalidad, en Rosalía se vuelve esencia y sentido de vida. No se concibe sin su entorno, sin el calor protector que otorga lo conocido desde la infancia; los primeros cambios que trae la modernidad, la emigración, la falta de raíces en el nuevo lugar y la soledad que esto conlleva, hace que Rosalía se refugie en la redondez de sus versos, apareciendo entonces la imagen de la locura, como un medio de acceder a lo deseado, a lo que se sabe inalcanzable: a la esencia misma del ser. Con la aceptación de la locura, pero asumida desde la plena conciencia, puede el poeta liberar su mundo interior sin los prejuicios de los convencionalismos sociales. Entre locura, saudades y creación artística, deambula la poeta; ese caminar vacilante entre realidades y ensoñaciones reaviva su desasosiego, que sólo encuentra cauce en la expresión íntima y sincera de sus versos.
Ahí va la loca, soñando
Con la eterna primavera de la vida y de los campos
Y ya bien pronto, bien pronto, tendrá los cabellos canos,
Y ve temblando, aterida, que cubre la escarcha el prado.14
III
Toda la obra poética de Rosalía de Castro está impregnada de melancolía y saudade. Su influencia es tal que en muchas ocasiones pasa a ser el motor, el eje central que moviliza su poesía. Desde sus paisajes, que son el marco referencial de su vida, Rosalía construye su primer libro de versos, donde hace una exaltación de la naturaleza, se recrea en el folklore y saca a la luz los problemas que agobian a los más humildes.
Años más tarde los compromisos de trabajo de su esposo Manuel Murguia, le llevan a Castilla, “a la que el mar dejó olvidada”, y desde allí, en la melancolía que le deja la pérdida de sus referentes, la saudade que subyace en ella accede a los niveles de su memoria. Saudade y expresión artística se entrecruzan dándose alivio y sentido mutuo, “porque la saudade, como el arte, es el producto del deseo de algo, no sabemos bien de qué, y es precisamente la vaguedad del anhelo lo que la distingue del sencillo deseo de volver a la patria y la eleva a la categoría de un sentimiento artístico”.15
El deseo instintivo de belleza y de volver a la tierra es una querencia universal y común en todas las culturas, pero en los pueblos que tuvieron en su origen la cultura celta, aparece con una intensidad y unas características especiales. Escocia, Irlanda, Gales, Inglaterra, la Bretaña francesa, y todo el noroeste de la Península Ibérica; pueblos que comparten con el mar sus fronteras, conocieron hacia el año 450 antes de Cristo el apogeo de la cultura celta.
Su historia se ha perdido en el tiempo, no dejaron documentos escritos, pero se sabe que venían de Asia, y fueron bajando desde el norte de Europa hasta la Península Ibérica. Eran guerreros bien entrenados en el manejo de las armas y sentían una atracción atávica por el mar, aprendida de los vikingos. Eran hombres blancos de cabellos y ojos claros, dispuestos genéticamente para navegar mares helados y ver entre las brumas los acantilados que desafían al mar. Poseían un sentimiento mágico de la vida, creían en duendes, gnomos y seres invisibles que habitan los bosques y los parajes solitarios. El claro del bosque lo utilizaban para venerar a sus dioses por medio de los sacerdotes o druidas, hombres que habían recogido las sabidurías divinas y humanas y las transmitían al pueblo oralmente a través de sus versos, preservando sus secretos sin condenarlos a lo perdurable de lo escrito.
En constante comunión con la naturaleza no construyeron templos para orar a sus dioses; sólo algunos dólmenes firmes en mitad de la campiña recuerdan hoy su existencia. La presencia del mar es una denominación de origen de los pueblos celtas, que lejos de sentirlo como una frontera que delimita y aísla, es la vía de tránsito abierta hacia otros mundos con los que se sueña.
La saudade, vocablo de origen portugués, tiene una connotación especial cuando habla de la alegría ausente, la añoranza de un “ser” más que de un “estar”; una visión ontológica de la angustia inherente al hombre, pero que en ellos se convierte en un referente artístico y poético. La saudade por la tierra ocupa gran parte de los cancioneros populares y de los versos de los grandes poetas. Fiona Macleod expresa admirablemente el carácter del amor a la tierra cuando dice: “Nuestra raza siempre ha amado a la tierra con fervor... Pero también es verdad que en ese amor amamos vagamente otra tierra, una tierra de arco iris, y que el país que más deseamos no es la Irlanda material, la Escocia material, la Bretaña material, sino la vaga tierra de la juventud, la tierra que el corazón anhela, envuelta en sombras...”.16
Una característica de la literatura celta es la interpretación mágica de la naturaleza que se exacerba con la ausencia; se diría que el paisaje es sentido como una relación amorosa, en la que existe la fuerza invisible de la imaginación y el deseo; el anhelo del mítico acoplamiento de los seres en busca de la felicidad eterna.
Se añora la pérdida de la juventud pasada, sus ideales, pero desde una visión estática de la vida; desde el convencimiento de que cualquier tiempo pasado fue mejor; la necesidad de que el presente se convierta en pasado para así acceder a él como un bien adquirido, sin la angustia y el vértigo que puede producir la visión del futuro. El poeta inglés Shelley expresa su concepto de la saudade cuando dice que es: “el deseo de la estrella que siente la mariposa, el deseo de la mañana que siente la noche, la devoción de algo lejano, desde el mundo de nuestras tristezas”.17
Fernando Pessoa, el gran poeta portugués, desde el exilio de su infancia en Durban, cultiva la semilla de la saudade. Su mente fraccionada crea sus famosos heterónimos (otras personalidades creadoras, alter egos de su mundo interior), y desde éstos da cabida a las voces que habitan en él como fantasmas en busca de corporeidad. Junto a Texeira de Pacoes, es el fundador del movimiento “saudosismo”, el equivalente del simbolismo francés, dando inicio a la modernidad de las letras portuguesas.Vivió una vida escindida entre Sudáfrica y Portugal, escribió en inglés y portugués; pasaba de pacato conservador a perderse en extravagancias producidas por sus excesos etílicos; monárquico de corazón y republicano por conciencia. Compartió con Rosalía el desasosiego de una vida que no pidieron vivir; ella, limitada por su condición de mujer, se asomó a los bordes que circundaron su existencia; Pessoa anduvo siempre entre ellos, conoció cada grieta y fractura, se dividió y se multiplicó tantas veces como sus voces internas se lo pidieron.
En el Libro del desasosiego, un collage de aforismos, citas y divagaciones, evidencia el desdoblamiento de la creación literaria, que es muchas veces el resultado de la tensión y los conflictos internos que vive su creador.
Huir:
Mi deseo es huir. Huir de lo que conozco, de lo que es mío, huir de lo que amo. Deseo partir —no para las Indias imposibles, o para las grandes islas del Sur de todo—, sino para el sitio cualquiera —aldea o yermo— que tenga en sí el no ser este sitio. Quiero no ser ya estos rostros, estas costumbres y estos días. Quiero reposar, ajeno, de mi fingimiento orgánico. Quiero sentir al sueño llegar como vida, y no como reposo. Una cabaña a la orilla del mar, una caverna, incluso, en la falda rugosa de una sierra, puede darme esto.18
El sentido del arte céltico no es la inmediatez de la felicidad en la vida, “su ideal para satisfacerse tiene que mantenerse lejano. Lo que importa no es el ideal, sino el deseo del ideal, esa exigencia de un pasado de una magnificencia imposible”.19 Un anhelo de identidad que encuentra su cauce en la carencia y en la belleza; en la pérdida más que en el encuentro. Características propias de los irlandeses, gallegos, bretones: pobladores de una costa que como ellos, sueña con mares calmos y bienaventurados. Son los eternos buscadores del oro mítico, de la fuente de la eterna juventud; de todo lo que se sabe heroico o divino y pertenece al mundo de la leyenda; pero es esto, lo que mueve a buscarlo y da un sentido de belleza a la nostalgia de lo ausente.
En 1885 muere Rosalía de Castro en su casa solariega de Padrón, donde ha vivido los últimos años cobijada por los suyos, debilitada por la enfermedad y lejos del mar. Su melancolía y saudade la reclaman, y ella dócil se deja llevar. Pide que le “abran la ventana” para ver el mar que sólo existe en sus versos.
En estos paisajes escribe el poema Negra sombra, suerte de tributo a la melancolía que la habitó siempre, identificándose con su gente en un sentir errante y nostálgico, haciendo que perdure en el tiempo y en la memoria del pueblo gallego.
Cuando pienso que te fuiste
Negra sombra que me asombras,
Al pie de mis cabezales
Vuelves haciéndome mofa.
Cuando imagino que te has ido
En el mismo sol te muestras,
Y eres la estrella que brilla
Y eres el viento que zumba.
Si cantan, eres tú quien canta,
Si lloran, eres tú quien llora,
Y eres el murmullo del río
Y eres la noche y eres la aurora.
En todo estás y tú eres todo,
Para mí y en mí misma moras,
Ni me abandonarás nunca,
Sombra que siempre me asombras.20
Notas
Castro, Rosalía. Antología poética. BG Salvat, 1971, p. 18.
Op. cit., p. 54.
Op. cit., p. 78.
Op. cit., p. 16.
Op. cit., p. 94.
Op. cit., p. 94.
Op. cit., p. 31.
Op. cit., p. 170.
Aristóteles. El hombre genial y la melancolía. Editorial Vuelta, 1994.
Kristeva, Julia. Sol negro. Depresión y melancolía. Monte Ávila Editores, 1991.
Gándara, Alejandro. www.ech.es/download/rascacielos-gandara.pdf.
Yurman, Fernando. Crónica del anhelo. Monte Ávila Editores, 2005.
Castro, Rosalía, p. 115.
Op. cit., p. 175.
Castro del Río, Plácido. www.igadi.org/index.html.
Castro del Río, Plácido. www.igadi.org/index.html.
Castro del Río, Plácido. www.igadi.org/index.html.
Pessoa, Fernando. El libro del desasosiego. Seix Barral, 1999.
Castro del Río, Plácido. www.igadi.org/index.html.
Castro, Rosalía, p. 118.
Una aproximación a la figura de Rosalía de Castro
María Candel de Puerta
Rosalía de Castro envuelta en un mantón de pena negra, camina por las calles castellanas rezongando de su exilio.
Desde hace años vive en la nostalgia de sus paisajes brumosos. Despotrica de Castilla, le parece tosca y árida, y la acusa de maltratar a los campesinos gallegos que llegan a trabajar a estas tierras. Poeta de la sombra, siempre presente en su obra, con ella va dando forma al vacío de su origen “pecaminoso y poco noble”, por el hecho de ser hija natural del sacerdote José Martínez Viojo y María Teresa de Castro.
Mujer de encrucijadas, cruceiro de caminos, también ella parte un día. Sus raíces pertenecen a la Galicia atávica de meigas y trasgos, pero su inteligencia la señala y la obliga a buscar en otros horizontes. Abre caminos, pelea sola, con los dientes apretados sonríe; escribe en gallego para recuperar los sonidos de sus antepasados.
Entre embarazos que afectan su salud, escribe versos que hablan de nostalgias no digeridas, de soledades y desencuentros. Pertenece a esa casta de mujeres que se refugian en el silencio y el sufrimiento; eternas Penélopes que tejen redes con las que no pueden retener a los maridos ni a los hijos; “viudas de vivos” como las llama la escritora hablando de los hombres que no pudieron sustraerse del llamado del mar, del llamado de las tierras áridas donde se comienzan a formar las grandes metrópolis.
Rosalía se instala en Castilla con su esposo, el historiador y crítico Manuel Murguía. Le escribe el prólogo de En las orillas del Sar en el que hace un retrato en sepia de su personalidad, mostrando a una mujer que se identifica con los humildes y les da la voz de la que aún carecen; pero también a la mujer de alma apasionada, capaz de romper esquemas y avanzar sola por nuevos caminos.
Desde su exilio castellano su carácter depresivo se agudiza y hace que viva aislada en su cosmos de embarazos fortuitos y enfermedades domésticas. Escribe Cantares gallegos en su lengua madre, en un acercamiento a las olvidadas tradiciones de los “cancioneros medievales”, recuperando después de cuatro siglos por medio de esta lengua, el valor y el sentido de la pertenencia a la tierra. Su lenguaje es el del habla rural de la zona, “Rosalía y sus contemporáneos no disponen de una tradición que dé prestigio a su intento de restauración, no disponen tampoco de diccionarios ni de gramática de esta lengua”, escribe Losada Castro, “...en este sentido el esfuerzo de Rosalía y de sus predecesores resulta verdaderamente heroico”,1 continúa más tarde. Con Cantares muestra el lado más festivo del sentir gallego: la vinculación del campesino con la tierra, sus costumbres ancestrales, romerías y saraos; el vivir cotidiano en una mirada dulce e irónica hacia el mundo en el que está enraizada.
En lo que pareciera un ritual de cortejo, compone el poema a San Antonio, el santo casamentero:
San Antonio Bendito,
Dadme un marido,
Aunque me mate
Aunque me desuelle.
Mi Santo San Antonio,
Dadme un marido,
Aunque el tamaño tenga
De un grano de maíz.
Dádmelo, mi Santo,
Aunque los pies tenga cojos
Mancos los brazos.2
La mujer que le pide a San Antonio un marido, lo hace desde el convencimiento de lo que se sabe ancestralmente predestinado. Le preceden generaciones de mujeres que acallaron el arrebato del enamoramiento, pero conservaron la esperanza de que ese contrato amoroso saliera bien en términos afectivos. Rosalía se toma la licencia, en estos versos, de burlarse jugando con los conceptos de que la mujer que se queda sola, sin un hombre a su lado, verá disminuido su valor como ser humano. Pero también hay en Cantares la denuncia de la ausencia y el maltrato que reciben los hombres que parten hacia las tierras chatas donde se cultiva el trigo para realizar los trabajos de la siega:
Fue a Castilla por pan,
Y jaramagos le dieron;
Hiel por bebida,
Penitas por alimento.3
La autora se mimetiza a través de su poesía con el pueblo gallego, y éste se reconoce en sus versos. Torrente Ballester considera a Rosalía la “primera poeta social que no se apoya en una ideología, sino en una experiencia”.4 En 1880, después de doce años de haber publicado Cantares, sale a la luz Follas novas también en gallego, donde aparece su melancolía metafísica en una obra de tono diametralmente opuesto a Cantares.
Los trasiegos que la llevan por varias ciudades de Castilla siguiendo a Manuel, agudizan su tristeza perenne; las enfermedades propias y las de los hijos la van apartando a lugares sombríos de su imaginación donde confunde “sus propios pesares con los ajenos”.5 En el prólogo que ella hace de Follas novas se excusa de que sus versos no tengan las mismas resonancias que los anteriores, “pero las cosas tienen que ser como las hacen las circunstancias, y si yo no pude nunca huir de mi tristeza, mis versos menos”.6
Se puede decir que hay en Rosalía, como en otras escritoras del siglo diecinueve, un discurso a “doble voz”. Cuando hace referencia a la producción literaria, se asume con modestia y pide excusas por el hecho de levantar la voz para que sea oída; el prólogo de Cantares es explícito en este sentido: “gran atrevimiento es, sin duda, para un pobre ingenio como el que me tocó en suerte, dar a luz un libro, aunque páginas debían estar llenas de sol, de armonía...”, y continúa después: “mis fuerzas cierto es que quedaron muy por debajo de lo que alcanzaron mis deseos, y por eso, comprendiendo cuanto pudiera hacer en esto un gran poeta, me duelo aún más de mi ineficiencia”.7 La modestia, el pudor de mostrar sentimientos, obedeciendo el impulso de los primeros años como ser y como escritora, se ve fuertemente contrastado con las obras posteriores, Follas novas y En las orillas del Sar, obras en las que aparece una Rosalía despojada de convencionalismos, que habla desde “ella y para ella”.
Yo no sé que busco eternamente
En la tierra, en el aire y en el cielo;
Yo no sé lo que busco, pero es algo
Que perdí no sé cuando y que no encuentro
Aún cuando sueñe que invisible habita
En todo cuanto toco y cuanto veo.
Felicidad no he de volver hallarte en
La tierra, en el aire ni en cielo,
¡Aún cuando sé que existes
Y no eres vano sueño!8
II
Así como la oralidad funda la cultura en las sociedades humanas, es el poeta el que se anticipa al imaginario que más tarde explora y confirma. El poeta presiente y ve con los ojos ciegos de la imaginación los contenidos arcaicos y primarios de la mente. Sentimiento y pensamiento, pulsión y ley: extremos del fino hilo en el que el poeta teje sus palabras y va construyendo su mundo con la linealidad que sólo posee la palabra escrita.
La palabra melancolía o bilis negra como era llamada en la antigüedad, es de origen griego: melas = negro y xolias = humor. Según los médicos Hipócrates y Galeno, el cuerpo humano producía cuatro humores: sangre, bilis amarilla, flema y bilis negra. Cada uno de estos humores producía un temperamento particular con características específicas, que se combinaban para determinar los estados de salud y de enfermedad del cuerpo y del alma. De esta manera una persona podía ser sanguínea, colérica, flemática o melancólica, según el humor correspondiente a su temperamento. Para los griegos, el genio se concebía como un regalo de los dioses, y la melancolía como un aspecto concomitante con la genialidad.
En el libro Los problemas atribuido a Aristóteles, se aborda el tema de la melancolía y comienza preguntando: ¿por qué razón todos aquellos que han sido hombres de excepción bien en lo que respecta a la filosofía, o bien a la ciencia del Estado, la poesía o las artes, resultan ser claramente melancólicos y algunos hasta el punto de hallarse atrapados por las enfermedades provocadas por las bilis negra?9
Durante el oscurantismo que dominó en la Edad Media, se pensaba que la tristeza y el ensimismamiento del melancólico eran la consecuencia del hecho de estar poseído por el diablo, se les consideraba perezosos y faltos de carácter. En 1433 el florentino Marsilio Ficino, filósofo renacentista, reinventa el significado de la melancolía dotándola de heroicidad espiritual y locura divina. Pensaba que el hombre debía poner el alma en el centro de su vida, manteniendo con ésta el equilibrio necesario entre mente y cuerpo, entre lo espiritual y lo material. Ficino fue un gran estudioso de la obra de Platón, a la que tradujo acercando su obra al hombre de su época. A lo largo de su vida mantuvo correspondencia con numerosos eruditos, líderes políticos y religiosos. En una de estas cartas a su buen amigo Giovanni Cavalcanti le declara: “padezco de una cierta disposición melancólica”. Su concepto de la melancolía como una fase más del alma humana, de un lugar sombrío y fresco donde ésta puede refugiarse, abre un espacio nuevo y fructífero para el pensador, el artista y el nuevo hombre que se forma en el Renacimiento.
Las teorías hipocrática y aristotélica que hablan de tristeza y melancolía son recogidas por Freud en su búsqueda por explicar la conducta humana y las identifica con la pérdida y el duelo, entendiendo por pérdida aquella experiencia dolorosa que no ha sido elaborada o asumida por la conciencia, permaneciendo enquistada y latiendo en lo recóndito de nuestra psiquis. Julia Kristeva dice al respecto: “para el ser hablante, la vida posee sentido: es por lo demás, el apogeo del sentido. Tan pronto éste se pierde, se pierde la vida misma sin aflicción. A sentido perdido, vida en peligro”.10 Esta pérdida es percibida por el ser humano como una fractura en la continuidad del sentido de vida, y a partir de ahí comienza a buscar en otros rincones de su mente algo nuevo que suelde y haga firme la estructura de su vida.
En esta búsqueda de alternativas, de la necesidad de un nuevo sentido, se encuentra el acto de la creación artística. Toda pérdida necesita de la reparación sanadora del duelo, de una elaboración interior, de la introspección arriesgada y certera, ya que se considera que el melancólico es aquel que no puede hacer el duelo, y vive replegado en él. En general, cuando la creación artística actúa de forma sanadora, ella misma proporciona el alivio. Para el poeta, emprender una obra es actuar en el terreno de la reparación, “contrarrestar, como diría Brenot, la energía negativa de la pérdida, con la energía positiva del acto creativo”.11 Por eso, desde los comienzos de la psiquiatría, se conoce del efecto beneficioso de las artes, de su función terapéutica al explorar los contenidos de la mente, vertiéndolos en la conciencia, haciendo catarsis o circundando y poniendo límites a un caudal de imágenes, que de no ser así, se desbordarían. Fernando Yurman nos dice: “en la psicosis, la carencia de ese otro ordenador encuentra muchas veces en la métrica, en el ejercicio gozoso de la sintaxis, la ayuda para poner coto a las pulsiones y liberarnos de su silencio destructivo”.12
Rosalía, en esa otra mitad de su vida, en que las fuerzas flaquean pero se afianzan las ideas, se hace de una segunda voz que revindica su condición de mujer y de poeta: su derecho a ser. Sus versos se vuelven hacia dentro y desde lo más hondo, escarba y araña, para re-crear su mundo poético.
Desde entonces busqué las tinieblas
Más negras y más hondas,
Y las busqué en vano, que siempre
Tras la noche topaba con la aurora...
Sólo en mí misma buscando en lo oscuro
Y entrando en la sombra,
Vi la noche que nunca se acaba
En mi alma sola.13
La unión que siente el ser humano con la madre-tierra, con el paisaje que le nutre y más tarde le da sentido de pertenencia y nacionalidad, en Rosalía se vuelve esencia y sentido de vida. No se concibe sin su entorno, sin el calor protector que otorga lo conocido desde la infancia; los primeros cambios que trae la modernidad, la emigración, la falta de raíces en el nuevo lugar y la soledad que esto conlleva, hace que Rosalía se refugie en la redondez de sus versos, apareciendo entonces la imagen de la locura, como un medio de acceder a lo deseado, a lo que se sabe inalcanzable: a la esencia misma del ser. Con la aceptación de la locura, pero asumida desde la plena conciencia, puede el poeta liberar su mundo interior sin los prejuicios de los convencionalismos sociales. Entre locura, saudades y creación artística, deambula la poeta; ese caminar vacilante entre realidades y ensoñaciones reaviva su desasosiego, que sólo encuentra cauce en la expresión íntima y sincera de sus versos.
Ahí va la loca, soñando
Con la eterna primavera de la vida y de los campos
Y ya bien pronto, bien pronto, tendrá los cabellos canos,
Y ve temblando, aterida, que cubre la escarcha el prado.14
III
Toda la obra poética de Rosalía de Castro está impregnada de melancolía y saudade. Su influencia es tal que en muchas ocasiones pasa a ser el motor, el eje central que moviliza su poesía. Desde sus paisajes, que son el marco referencial de su vida, Rosalía construye su primer libro de versos, donde hace una exaltación de la naturaleza, se recrea en el folklore y saca a la luz los problemas que agobian a los más humildes.
Años más tarde los compromisos de trabajo de su esposo Manuel Murguia, le llevan a Castilla, “a la que el mar dejó olvidada”, y desde allí, en la melancolía que le deja la pérdida de sus referentes, la saudade que subyace en ella accede a los niveles de su memoria. Saudade y expresión artística se entrecruzan dándose alivio y sentido mutuo, “porque la saudade, como el arte, es el producto del deseo de algo, no sabemos bien de qué, y es precisamente la vaguedad del anhelo lo que la distingue del sencillo deseo de volver a la patria y la eleva a la categoría de un sentimiento artístico”.15
El deseo instintivo de belleza y de volver a la tierra es una querencia universal y común en todas las culturas, pero en los pueblos que tuvieron en su origen la cultura celta, aparece con una intensidad y unas características especiales. Escocia, Irlanda, Gales, Inglaterra, la Bretaña francesa, y todo el noroeste de la Península Ibérica; pueblos que comparten con el mar sus fronteras, conocieron hacia el año 450 antes de Cristo el apogeo de la cultura celta.
Su historia se ha perdido en el tiempo, no dejaron documentos escritos, pero se sabe que venían de Asia, y fueron bajando desde el norte de Europa hasta la Península Ibérica. Eran guerreros bien entrenados en el manejo de las armas y sentían una atracción atávica por el mar, aprendida de los vikingos. Eran hombres blancos de cabellos y ojos claros, dispuestos genéticamente para navegar mares helados y ver entre las brumas los acantilados que desafían al mar. Poseían un sentimiento mágico de la vida, creían en duendes, gnomos y seres invisibles que habitan los bosques y los parajes solitarios. El claro del bosque lo utilizaban para venerar a sus dioses por medio de los sacerdotes o druidas, hombres que habían recogido las sabidurías divinas y humanas y las transmitían al pueblo oralmente a través de sus versos, preservando sus secretos sin condenarlos a lo perdurable de lo escrito.
En constante comunión con la naturaleza no construyeron templos para orar a sus dioses; sólo algunos dólmenes firmes en mitad de la campiña recuerdan hoy su existencia. La presencia del mar es una denominación de origen de los pueblos celtas, que lejos de sentirlo como una frontera que delimita y aísla, es la vía de tránsito abierta hacia otros mundos con los que se sueña.
La saudade, vocablo de origen portugués, tiene una connotación especial cuando habla de la alegría ausente, la añoranza de un “ser” más que de un “estar”; una visión ontológica de la angustia inherente al hombre, pero que en ellos se convierte en un referente artístico y poético. La saudade por la tierra ocupa gran parte de los cancioneros populares y de los versos de los grandes poetas. Fiona Macleod expresa admirablemente el carácter del amor a la tierra cuando dice: “Nuestra raza siempre ha amado a la tierra con fervor... Pero también es verdad que en ese amor amamos vagamente otra tierra, una tierra de arco iris, y que el país que más deseamos no es la Irlanda material, la Escocia material, la Bretaña material, sino la vaga tierra de la juventud, la tierra que el corazón anhela, envuelta en sombras...”.16
Una característica de la literatura celta es la interpretación mágica de la naturaleza que se exacerba con la ausencia; se diría que el paisaje es sentido como una relación amorosa, en la que existe la fuerza invisible de la imaginación y el deseo; el anhelo del mítico acoplamiento de los seres en busca de la felicidad eterna.
Se añora la pérdida de la juventud pasada, sus ideales, pero desde una visión estática de la vida; desde el convencimiento de que cualquier tiempo pasado fue mejor; la necesidad de que el presente se convierta en pasado para así acceder a él como un bien adquirido, sin la angustia y el vértigo que puede producir la visión del futuro. El poeta inglés Shelley expresa su concepto de la saudade cuando dice que es: “el deseo de la estrella que siente la mariposa, el deseo de la mañana que siente la noche, la devoción de algo lejano, desde el mundo de nuestras tristezas”.17
Fernando Pessoa, el gran poeta portugués, desde el exilio de su infancia en Durban, cultiva la semilla de la saudade. Su mente fraccionada crea sus famosos heterónimos (otras personalidades creadoras, alter egos de su mundo interior), y desde éstos da cabida a las voces que habitan en él como fantasmas en busca de corporeidad. Junto a Texeira de Pacoes, es el fundador del movimiento “saudosismo”, el equivalente del simbolismo francés, dando inicio a la modernidad de las letras portuguesas.Vivió una vida escindida entre Sudáfrica y Portugal, escribió en inglés y portugués; pasaba de pacato conservador a perderse en extravagancias producidas por sus excesos etílicos; monárquico de corazón y republicano por conciencia. Compartió con Rosalía el desasosiego de una vida que no pidieron vivir; ella, limitada por su condición de mujer, se asomó a los bordes que circundaron su existencia; Pessoa anduvo siempre entre ellos, conoció cada grieta y fractura, se dividió y se multiplicó tantas veces como sus voces internas se lo pidieron.
En el Libro del desasosiego, un collage de aforismos, citas y divagaciones, evidencia el desdoblamiento de la creación literaria, que es muchas veces el resultado de la tensión y los conflictos internos que vive su creador.
Huir:
Mi deseo es huir. Huir de lo que conozco, de lo que es mío, huir de lo que amo. Deseo partir —no para las Indias imposibles, o para las grandes islas del Sur de todo—, sino para el sitio cualquiera —aldea o yermo— que tenga en sí el no ser este sitio. Quiero no ser ya estos rostros, estas costumbres y estos días. Quiero reposar, ajeno, de mi fingimiento orgánico. Quiero sentir al sueño llegar como vida, y no como reposo. Una cabaña a la orilla del mar, una caverna, incluso, en la falda rugosa de una sierra, puede darme esto.18
El sentido del arte céltico no es la inmediatez de la felicidad en la vida, “su ideal para satisfacerse tiene que mantenerse lejano. Lo que importa no es el ideal, sino el deseo del ideal, esa exigencia de un pasado de una magnificencia imposible”.19 Un anhelo de identidad que encuentra su cauce en la carencia y en la belleza; en la pérdida más que en el encuentro. Características propias de los irlandeses, gallegos, bretones: pobladores de una costa que como ellos, sueña con mares calmos y bienaventurados. Son los eternos buscadores del oro mítico, de la fuente de la eterna juventud; de todo lo que se sabe heroico o divino y pertenece al mundo de la leyenda; pero es esto, lo que mueve a buscarlo y da un sentido de belleza a la nostalgia de lo ausente.
En 1885 muere Rosalía de Castro en su casa solariega de Padrón, donde ha vivido los últimos años cobijada por los suyos, debilitada por la enfermedad y lejos del mar. Su melancolía y saudade la reclaman, y ella dócil se deja llevar. Pide que le “abran la ventana” para ver el mar que sólo existe en sus versos.
En estos paisajes escribe el poema Negra sombra, suerte de tributo a la melancolía que la habitó siempre, identificándose con su gente en un sentir errante y nostálgico, haciendo que perdure en el tiempo y en la memoria del pueblo gallego.
Cuando pienso que te fuiste
Negra sombra que me asombras,
Al pie de mis cabezales
Vuelves haciéndome mofa.
Cuando imagino que te has ido
En el mismo sol te muestras,
Y eres la estrella que brilla
Y eres el viento que zumba.
Si cantan, eres tú quien canta,
Si lloran, eres tú quien llora,
Y eres el murmullo del río
Y eres la noche y eres la aurora.
En todo estás y tú eres todo,
Para mí y en mí misma moras,
Ni me abandonarás nunca,
Sombra que siempre me asombras.20
Notas
Castro, Rosalía. Antología poética. BG Salvat, 1971, p. 18.
Op. cit., p. 54.
Op. cit., p. 78.
Op. cit., p. 16.
Op. cit., p. 94.
Op. cit., p. 94.
Op. cit., p. 31.
Op. cit., p. 170.
Aristóteles. El hombre genial y la melancolía. Editorial Vuelta, 1994.
Kristeva, Julia. Sol negro. Depresión y melancolía. Monte Ávila Editores, 1991.
Gándara, Alejandro. www.ech.es/download/rascacielos-gandara.pdf.
Yurman, Fernando. Crónica del anhelo. Monte Ávila Editores, 2005.
Castro, Rosalía, p. 115.
Op. cit., p. 175.
Castro del Río, Plácido. www.igadi.org/index.html.
Castro del Río, Plácido. www.igadi.org/index.html.
Castro del Río, Plácido. www.igadi.org/index.html.
Pessoa, Fernando. El libro del desasosiego. Seix Barral, 1999.
Castro del Río, Plácido. www.igadi.org/index.html.
Castro, Rosalía, p. 118.
jueves, 20 de marzo de 2008
PAVLOVSKY
Por Eduardo "Tato" Pavlovsky *
Hay que inventar un lenguaje que no produzca belleza - sino hambre infinita, mortalidad infantil donde nuestros ojos se desorbiten como estos monstruos sin lactancia.
Palabras traídas por las olas donde podamos sentirnos raquíticos -Lenguajes nuevos - alegres en las desgracias - obsceno por subversivo -- porque la desgracia es resignación -tristeza- la acción es la esperanza. Eso, nuevo lenguaje de nuevas esperanzas. Todos juntos. Alguna vez aprendamos a hablar
otra vez, olvidando el lenguaje anterior, impotente para intensidades.
Barroco - Infiel. Quema de saberes viejos - tiene que sonar pornográfico, que el lenguaje vomite y excrete realidades, que las olas traigan nuevas palabras barrenadas y nos hagan sentir en el cuerpo sólo un poco de hambre - solo un poco de salud - solo un poco de todo. Las palabras sensaciones.
Convulsiones como respuestas. Eso -que las nuevas palabras del nuevo lenguaje nos hagan epilépticos por un rato.
Para confirmar que las palabras han llegado y nos maltratan, nos cadaverizan. Quien sabe hay muertes por reflujo. Es bueno. Pero estemos seguros que llegaron, que no son palabras muertas - Edificios con ladrillos de lenguaje que no sirven más para expresar nada. Palabras que significan - que quieren abarcar el mundo ya no abarcan nada - Palabras que describen conferencias y reunión que no que no que no que no.
Balbuceemos las otras, las que no significan - pero expresan los ojos reventados - los dolores infinitos... los aullidos. Aprender todo de nuevo... aprender a ignorar todo lo aprendido. Que explote toda la impostura. Toda -pero toda junta. Y de esos escombros el lenguaje nuevo.
La palabra interdicta, obscenidad de los goces infinitos y de los dolores que ya no caben en lenguajes viejos. Inventemos. Inventemos todo. Pero que sea loco loco loco. Enterremos el sentido común. Una gran tumba a la belleza - A los grandes gestos que nos vaciaron el sentido de algo.Un gran entierro de todo aquello que llamamos humano, todavía que de las olas venga el resto - las palabras nuevas - los pedazos, lo que quedó afuera, las sílabas barrenadas que arrojamos al mar del desperdicio.
Sólo de allí -la gran resurrección obscena. De cunas escondidas. Que no signifique nada. Que exprese el hoy. El hoy de todos. Blu - blu - blu blu.
Blus blus. Ya vienen, atención. Vienen las olas. Blus. Blus. Blue. No significan nada. Sólo blug blug blug. Nada nada nada. Belleza de los restos de las sobras. Poesía de los escombros. Intensidad del mar embravecido. Nada más que eso.
A la hoguera con los lenguajes viejos -ya no nos sirven- olor a trampa y a impudicia, no soñemos con el hombre nuevo - rescatemos de las sobras - de los restos - de los desperdicios - de los escombros y de las cunas palabras que hemos arropado y que las olas traen - y construyamos un lenguaje nuevo
con fuerza de obscenidad - inventemos la potencia de las nuevas palabras - no cambiemos a los hombres - cambiemos su lenguaje - su retórica encallecida - que envejece, que hace vivir a medias con tristeza - Un nuevo lenguaje alegre - potente - para un nuevo hombre.
Pero necesitamos arrasar con todo - arrasar - arrasar - arrasar.
* Psicoterapeuta. Autor, director y actor teatral. Entre sus numerosas obras se encuentran El Señor Galíndez, Potestad y La muerte de Marguerite Duras.
Hay que inventar un lenguaje que no produzca belleza - sino hambre infinita, mortalidad infantil donde nuestros ojos se desorbiten como estos monstruos sin lactancia.
Palabras traídas por las olas donde podamos sentirnos raquíticos -Lenguajes nuevos - alegres en las desgracias - obsceno por subversivo -- porque la desgracia es resignación -tristeza- la acción es la esperanza. Eso, nuevo lenguaje de nuevas esperanzas. Todos juntos. Alguna vez aprendamos a hablar
otra vez, olvidando el lenguaje anterior, impotente para intensidades.
Barroco - Infiel. Quema de saberes viejos - tiene que sonar pornográfico, que el lenguaje vomite y excrete realidades, que las olas traigan nuevas palabras barrenadas y nos hagan sentir en el cuerpo sólo un poco de hambre - solo un poco de salud - solo un poco de todo. Las palabras sensaciones.
Convulsiones como respuestas. Eso -que las nuevas palabras del nuevo lenguaje nos hagan epilépticos por un rato.
Para confirmar que las palabras han llegado y nos maltratan, nos cadaverizan. Quien sabe hay muertes por reflujo. Es bueno. Pero estemos seguros que llegaron, que no son palabras muertas - Edificios con ladrillos de lenguaje que no sirven más para expresar nada. Palabras que significan - que quieren abarcar el mundo ya no abarcan nada - Palabras que describen conferencias y reunión que no que no que no que no.
Balbuceemos las otras, las que no significan - pero expresan los ojos reventados - los dolores infinitos... los aullidos. Aprender todo de nuevo... aprender a ignorar todo lo aprendido. Que explote toda la impostura. Toda -pero toda junta. Y de esos escombros el lenguaje nuevo.
La palabra interdicta, obscenidad de los goces infinitos y de los dolores que ya no caben en lenguajes viejos. Inventemos. Inventemos todo. Pero que sea loco loco loco. Enterremos el sentido común. Una gran tumba a la belleza - A los grandes gestos que nos vaciaron el sentido de algo.Un gran entierro de todo aquello que llamamos humano, todavía que de las olas venga el resto - las palabras nuevas - los pedazos, lo que quedó afuera, las sílabas barrenadas que arrojamos al mar del desperdicio.
Sólo de allí -la gran resurrección obscena. De cunas escondidas. Que no signifique nada. Que exprese el hoy. El hoy de todos. Blu - blu - blu blu.
Blus blus. Ya vienen, atención. Vienen las olas. Blus. Blus. Blue. No significan nada. Sólo blug blug blug. Nada nada nada. Belleza de los restos de las sobras. Poesía de los escombros. Intensidad del mar embravecido. Nada más que eso.
A la hoguera con los lenguajes viejos -ya no nos sirven- olor a trampa y a impudicia, no soñemos con el hombre nuevo - rescatemos de las sobras - de los restos - de los desperdicios - de los escombros y de las cunas palabras que hemos arropado y que las olas traen - y construyamos un lenguaje nuevo
con fuerza de obscenidad - inventemos la potencia de las nuevas palabras - no cambiemos a los hombres - cambiemos su lenguaje - su retórica encallecida - que envejece, que hace vivir a medias con tristeza - Un nuevo lenguaje alegre - potente - para un nuevo hombre.
Pero necesitamos arrasar con todo - arrasar - arrasar - arrasar.
* Psicoterapeuta. Autor, director y actor teatral. Entre sus numerosas obras se encuentran El Señor Galíndez, Potestad y La muerte de Marguerite Duras.
martes, 18 de marzo de 2008
RODOLFO BRACELI
13 Mar 2008
MUJER QUE SILBABA
Escrito por: gonza el 13 Mar 2008 - URL Permanente
Estimado Sr. Braceli:
El pasado fin de semana, husmeando las revistas en la casa de mi mamá me encontré con un artículo "Mujer que silbaba" publicado en la Revista La Nación del 13/05/2007. Realmente me encantó. Yo leí hace mucho tiempo el libro suyo "De fútbol somos" que me pareció fantástico. Con respecto a la nota una vez de leerla quise compartirla con toda mi familia ya que nos aprestábamos a almorzar. Todos escucharon con mucha atención y gracias a su narrativa pudieron ubicarse dentro del colectivo y tomaron posturas con respecto a que actitud tomarían cada uno de ellos frente a esa situación. Lo más llamativo y encantador llegó ya pasadas las 17 horas cuando en un rinconcito del living encontré a mi hija Candela, de 4 años, soplando, poniendo los dedos debajo de la lengua y haciendo un esfuerzo enorme para poder silbar. Ni le cuento cuando después de dos días pudo emitir un sonido. La carita que puso es muy difícil de describir. Creo que a usted, con todos sus recursos, también le costaría hacerlo. Solo quise compartir esta anécdota con usted. Gracias y saludo de un admirador.
Gonzalo Pérez
Estimado Gonzalo, buen día:
Muchas gracias por su correo, por sus generosas palabras.
Y gracias sobre todo por compartir ese momento de la vida de su criatura.
Da como para un relato titulado:
Padre de criatura que silba, que silbará.
A propósito de Padres, en la revista de La Nación del domingo pasado, hay una nota que tal vez le interese.
Fraternal abrazo.
Rodolfo
Rodolfo Braceli es Poeta, dramaturgo, ensayista, autor de una veintena de libros, entre ellos El último padre, Don Borges, saque su cuchillo porque… La misa humana, De fútbol somos.
Mujer que silbaba
Esto sucedió, me sucedió. Fue un 7 de abril, hace dos años (en otro muy lejano 7 de abril nació alguien que me enseñó a respirar). Estoy viendo aquello que me sucedió, ahora, al compás de los latidos de este minuto… Necesito compartirlo; es más, debo compartirlo. Esta historia puede prevenir a más de uno.
Seguro que lo estoy viendo: ocho y cuarto de una mañana, el cielo azul, inobjetable. Tendrá ella unos… cuarenta años. Viste como cualquier mujer dichosa de serlo, que se dirige a su trabajo en una oficina de la ciudad de Buenos Aires. Se la ve fresca, descansada, bien dormida, con el pelo entusiasmado por la reciente ducha matinal. Apetece tanta fluidez.
Aparte de su cartera, la mujer, que tendrá unos cuarenta años, no más, lleva un libro. Qué bárbaro, no es un libro de autoayuda, ni con tapa de best seller. Alcanzo a ver la palabra sol en el final del título. Si ella porta celular, qué bárbaro, al menos no lo tiene desenvainado.
La mujer, esta mujer, ya ha conseguido un asiento que da al pasillo, en la mitad del colectivo. Puedo verla perfectamente porque está a mi izquierda, y un asiento más adelante. La observo con la impunidad de quien mira desde atrás, sin ser visto.
Cruza sus piernas ella; ahora sus rodillas empiezan a tener su minuto de gloria. Abre el libro en una página que podría ser la 70 o la 80. Lee muy concentrada esa página, pasa a la siguiente; una levísima sonrisa le asoma; entramos en una calle de adoquines, maltratada; imposible seguir leyendo; cierra el libro. La interrupción de la lectura, qué bárbaro, no le cambia el semblante a su humor.
Me da gusto mirar a esta mujer. Me hace bien. Esto, más que pensarlo, lo siento.
Ahora ella está entreabriendo su cartera. Introduce la mano izquierda en los misterios de su profundidad –toda cartera es un mundo. Supongo, con aprensión, que seguro va en busca de su celular. Felizmente me equivoco: lo que ha sacado, qué bárbaro, es un caramelo. Un bello caramelo de color naranja. Lo despapela, lo deja sobre su lengua, lo muerde apenas, lo paladea con fruición. Una fiesta el caramelo en su boca.
¿Y después? No, no tira el papel, la mujer. Lo alisa una y otra vez sobre su rodilla más alta. El papel se deja. Qué más quiere. Un papel con destino, si los hay: sirvió para abrigar largamente un caramelo, y ahora, en la culminación de su trayectoria, recibe, sobre su piel de papel, esos dedos que insisten en borrarle las arrugas de su frente, de papel.
Los dedos siguen y el papelito va deponiendo el ceño; se sigue dejando.
El colectivo frena con brusquedad de colectivo de día lunes. Un par de insultos pellizcan el aire. Empiezan a gestarse las contracturas de la jornada.
La mujer descruza las piernas. ¿Se está por bajar?
No, felizmente no. Sólo eso: ha descruzado las piernas.
Gira un poco la cabeza y mira ahora hacia su derecha. Si la sigue girando se va a encontrar con mi mirada. Y entonces: ¿qué haré con mi impunidad sorprendida con las manos en la masa? Madremía, ¿por dónde salgo?
Pero la mujer no sigue girando. Y no me descubre.
Lo que hace a continuación es inimaginable, no tiene nombre: empieza a silbar.
¿A silbar?
A silbar.
Silba bajito, silba como quien silba cuando está pintando una mesa o una maceta.
Su entonado silbido continúa. El aire, nuestro aire, esto no se lo esperaba. Y como el papel del caramelo recién, el aire también se deja. Silbido mediante, la melodía es como un agüita delgada que surce las trizaduras de la mañana. A esta hora todavía creemos que el día nos puede traer algo bueno y nuevo: la esperanza se permite aletear.
En el colectivo las cosas siguen sucediendo como venían. Aparentemente. Porque la mujer que silba ha empezado a movernos resortes extraños, dormidos.
Observo cómo, uno a uno, los pasajeros que puedo ver, adelante, empiezan a darse vuelta fruncidamente. ¿Quién se anima a silbar así?
Dos hombres mueven las cejas, se ensecretan en un cuchicheo cómplice. De no ser por este incidente sonoro podrían haber viajado una década sin mirarse, sin dirigirse palabra.
Miro a los que miran a la mujer que silba. Y no hay caso, no hay quien permanezca en su centro. Un cosquilleo impreciso, inquietante, altera a cada uno. Cada uno, seguro, está tratando de revisar el aspecto, la apariencia de esta mujer. El incomodante asombro surge y se instala porque nadie descubre en ella un detalle, algo que denote anormalidad: sus facultades mentales no asoman alteradas, su sistema nervioso no parece nervioso: ningún síntoma sospechoso: nada anormal en la vestimenta, nada anormal en el peinado, nada anormal en el maquillaje, nada anormal, incluso, en la edad. No se le puede endilgar a esta mujer que silba, tampoco, la anormalidad de ser demasiado joven, con los peligros que esto implica, ni la anormalidad de ser muy viejecita, con los peligros que esto implica.
Sigue, sigue silbando la mujer que silba. Y lo peor del caso (lo mejor) es que silba como quien respira. Ante esto, tan natural, la rutina de la normalidad de pronto se siente desnudada. Entonces, la normalidad, muy corporativa ella, saca a relucir lo que íntimamente anida de patota. Ya sabemos: en el reino de lo establecido y acostumbrado, nada más impune que la normalidad.
Continúa silbando la mujer que silba. Como si estuviera en su casa y sola y sin la menor urgencia.
Pero caramba, pero caraxus, pero carajo, ella no está en su casa ni está sola: ¿cómo puede ser que esté silbando aquí, delante de todos, en un colectivo, como si nada?
Realmente, ¿no estarán alteradas las facultades mentales de esta mujer? Quién sabe. Ni yo ni tú ni él, ni nosotros ni vosotros ni ellos pondríamos las manos en el fuego.
El hombre que va a mi lado (unos 60 años, aspecto de mecánico dental) me da un leve codazo y con una levantada de ceja en dirección a la mujer que silba, me significa algo que expresado con palabras sería: “Está rayada ésta”.
Sucede un minuto, con todos sus segundos. Y suceden cinco más: tranquila, ella silba.
Entre asombrados e inquisidores, todos la miran desde la clandestinidad del disimulo.
Sensación de desasosiego, generalizada: el aire del colectivo se ha convertido en una especie de caldo. Caldo de cultivo de algo que se compone vagamente de sensaciones diversas: vergüenza ajena, descalificación, burla chiquita, creciente patoterismo que busca la larvada complicidad y que no alcanza a mostrarse, pero que está ahí, latente.
Una señora muy aseñorada, tapándose la boca como hacen los que en los restaurantes apelan al furtivo escarbadientes, entabla diálogo con un desconocido, pese a que el desconocido –su ropa lo dice– es de menor poder adquisitivo:
– ¿Le parece?
–Y sí… es rara esa mujer.
– ¿Y si en una de ésas ésta saca un revólver y empieza a los tiros con todos?
–Y… nunca se sabe, señora.
–Ya no se está seguro ni de noche ni a la luz del día.
–Nunca se sabe, señora, nunca…
– ¿Pero qué vamos a esperar, que esta loca saque un revólver y empiece a los tiros y vaya a la cárcel y entre por una puerta y a las veinticuatro horas salga por la otra?
–Por suerte me bajo en la próxima. Adiós, señora.
–Esto no-tie-ne-nom-bre. Con el corazón en la boca vive una y cuando sale de casa no sabe si va a volver. Nunca se vieron cosas así.
¿Y la mujer que silba? Silba.
Esto que está sucediendo es por demás insólito: alguien silba con naturalidad, como si tal cosa, en un colectivo. Y a eso lo sentimos como el inapresable, agazapado, inminente estallido de locura de quien, pese a sus apariencias, no debe de estar en su sano juicio. No del todo.
Nuestra cordura, prolijidad, prudencia, nuestra adultez adulterada, nuestra civilidad, produce esta sensación casi insoportable: estamos escandalizados ante una mujer que simplemente está silbando, como si el mundo, el de afuera, fuera una casa.
Han pasado dos años desde que fui testigo de esa mujer que silbaba tranquila, en un colectivo. Dos años. Hoy, sin saber bien por qué, vuelvo sobre aquel episodio. Lo repienso. La conclusión que saco es que aquella temeraria loca que se puso a silbar, era, entre todos nosotros, la única persona todavía alumbrada de plena salud.
Nosotros, los escandalizados, estamos fritos. De rutina. Porque perdimos el candor, despilfarramos lo que no tiene precio ni retorno: la vida.
Me gustan los íntimos desafíos. Mañana, cuando suba al colectivo, por ahí me pongo a silbar bajito. Tengo que hacerlo. Debo. ¿Lo haré? ¿Me saldrá el silbido? No sé si me dará el cuero. Si tendré, para eso, los güevos que hay que tener. Y la salud.
Posdata. Mañana ya es hoy. Pasé una noche densa, peor que aquellas que precedían a mis exámenes de facultad. En cuanto apagué la luz, cometí la imprudencia de dormirme: me sentí como dentro de un lavarropas; en vez de agua, miedo, sabor a pánico. Tuve un sueño; en realidad, una pesadilla.
Quiero sacármela de encima: me encuentro en una habitación de altísimas paredes, sin ventanas y sin puertas visibles. Todo blanco, hasta el techo. Estoy sentado en una silla también blanca, lisa… Escucho mi respiración, casi jadeo, como si fuera de otro… Entonces, una mano en mi hombro. Me paralizo. Pero la mano es cálida, amiga. Me vuelvo: es el viejo Ray Bradbury. Viste el mismo traje blanco a rayitas, con lamparones de grasa, y los bordes de su camisa raídos que le vi cuando lo entrevisté hace años en una Feria del Libro. Don Bradbury me da un beso en la mollera y me cuenta un cuento… Se trata de un Leonardo que vive en el año 2052 del mundo. A este hombre le gusta pasear apenas entrada la noche por el medio de las calles; puede hacerlo porque no pasan autos. Va solo, nadie sale a caminar: todos están comiendo, bebiendo o mirando televisión. En la calle silenciosa y larga y desierta –me dice don Bradbury– sólo su sombra se mueve. El hombre recoge una hoja, sigue, se da cuenta de que, en diez años de caminatas, de noche y de día, nunca había encontrado a otra persona que paseara, como él. De pronto, un coche y un cono de luz que lo frena. Desde el vehículo, policial, una voz metálica le dice quieto, quédese ahí, ¡arriba las manos o dispararemos! Obedece Leonardo, y responde a las preguntas. Dice su nombre, su ocupación. Cuando le preguntan qué está haciendo, contesta que está caminando. ¿Caminando para qué? Caminando para tomar aire, para ver. Aquí –me sigue contando don Bradbury–, al hombre se le empiezan a complicar las cosas. Más preguntas: ¿Tiene televisor? No tengo. ¿Es casado? No soy casado. Se lo llevan detenido, cargado de sospechas: le gusta salir a caminar y no tiene televisor y no tiene siquiera una esposa que le sirva de coartada. Grave.
Tal el cuento. Don Bradbury desaparece; no alcanzo a preguntarle por dónde entró.
Me despierto con el corazón latiendo demasiado; un vaso de agua; me duermo enseguida con la luz prendida. Y el sueño empieza, o continúa… Estoy en el mismo colectivo de hace dos años dispuesto a jugármela… Respiro hondo… Me pongo a silbar… Siento las miradas que me tocan por los cuatro costados… Sigo silbando… Ahora siento el peso de los murmullos, algunas risitas… Pero no dejo de silbar… Un pasajero le dice algo al chofer… Este cabecea afirmativamente... Gira en una esquina imprevista… Frena en una comisaría…
Mi sueño sigue: Estoy en un calabozo… Me empiezan a hacer las preguntas de rigor, con el rigor de costumbre… ¿Por qué me interrogan?, pregunto a un uniformado de policía y a un psiquiatra uniformado de tal.
– Le haremos un chequeo para ver si está en sus cabales.
– ¿Por qué?
– Por silbar.
– ¿Por silbar?
– ¿Le parece poco?
– ¿Qué tiene de malo silbar?
– Aquí los que interrogamos somos nosotros. Responda. Diga, ¿de quién son las Malvinas?
–Argentinas.
– Mmmm… Diga, ¿de quién es la Argentina?
– ¿Queda Argentina?
Habrán visto algún mal modo, no sé, pero a mis interrogadores mi respuesta no les gusta. Me duermen con una trompada o con un palazo en la nuca; algo así de convincente. Despierto en una celda con olor a sí misma… En un papel que antes envolvió un sánguche y dos manzanas, empiezo a escribir con letra llamativamente clara, considerando que estoy soñando: “Aprender a silbar es la mejor herencia que les podemos dejar a nuestros hijos. Y aprender a cuidar el agua…”
Cuando estoy poniéndole las letras a la palabra agua, otra vez una mano sobre mi hombro agobiado. Es don Bradbury, con el mismo traje condecorado con lamparones de sus comidas desprolijas. Suspira el viejo, me besa la mollera tres veces y me dice: “Ay, Rodolfo… Esto te pasa porque eres incorregible: tendrías que haber terminado tu relato antes de la posdata”.
Rodolfo Braceli.
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MUJER QUE SILBABA
Escrito por: gonza el 13 Mar 2008 - URL Permanente
Estimado Sr. Braceli:
El pasado fin de semana, husmeando las revistas en la casa de mi mamá me encontré con un artículo "Mujer que silbaba" publicado en la Revista La Nación del 13/05/2007. Realmente me encantó. Yo leí hace mucho tiempo el libro suyo "De fútbol somos" que me pareció fantástico. Con respecto a la nota una vez de leerla quise compartirla con toda mi familia ya que nos aprestábamos a almorzar. Todos escucharon con mucha atención y gracias a su narrativa pudieron ubicarse dentro del colectivo y tomaron posturas con respecto a que actitud tomarían cada uno de ellos frente a esa situación. Lo más llamativo y encantador llegó ya pasadas las 17 horas cuando en un rinconcito del living encontré a mi hija Candela, de 4 años, soplando, poniendo los dedos debajo de la lengua y haciendo un esfuerzo enorme para poder silbar. Ni le cuento cuando después de dos días pudo emitir un sonido. La carita que puso es muy difícil de describir. Creo que a usted, con todos sus recursos, también le costaría hacerlo. Solo quise compartir esta anécdota con usted. Gracias y saludo de un admirador.
Gonzalo Pérez
Estimado Gonzalo, buen día:
Muchas gracias por su correo, por sus generosas palabras.
Y gracias sobre todo por compartir ese momento de la vida de su criatura.
Da como para un relato titulado:
Padre de criatura que silba, que silbará.
A propósito de Padres, en la revista de La Nación del domingo pasado, hay una nota que tal vez le interese.
Fraternal abrazo.
Rodolfo
Rodolfo Braceli es Poeta, dramaturgo, ensayista, autor de una veintena de libros, entre ellos El último padre, Don Borges, saque su cuchillo porque… La misa humana, De fútbol somos.
Mujer que silbaba
Esto sucedió, me sucedió. Fue un 7 de abril, hace dos años (en otro muy lejano 7 de abril nació alguien que me enseñó a respirar). Estoy viendo aquello que me sucedió, ahora, al compás de los latidos de este minuto… Necesito compartirlo; es más, debo compartirlo. Esta historia puede prevenir a más de uno.
Seguro que lo estoy viendo: ocho y cuarto de una mañana, el cielo azul, inobjetable. Tendrá ella unos… cuarenta años. Viste como cualquier mujer dichosa de serlo, que se dirige a su trabajo en una oficina de la ciudad de Buenos Aires. Se la ve fresca, descansada, bien dormida, con el pelo entusiasmado por la reciente ducha matinal. Apetece tanta fluidez.
Aparte de su cartera, la mujer, que tendrá unos cuarenta años, no más, lleva un libro. Qué bárbaro, no es un libro de autoayuda, ni con tapa de best seller. Alcanzo a ver la palabra sol en el final del título. Si ella porta celular, qué bárbaro, al menos no lo tiene desenvainado.
La mujer, esta mujer, ya ha conseguido un asiento que da al pasillo, en la mitad del colectivo. Puedo verla perfectamente porque está a mi izquierda, y un asiento más adelante. La observo con la impunidad de quien mira desde atrás, sin ser visto.
Cruza sus piernas ella; ahora sus rodillas empiezan a tener su minuto de gloria. Abre el libro en una página que podría ser la 70 o la 80. Lee muy concentrada esa página, pasa a la siguiente; una levísima sonrisa le asoma; entramos en una calle de adoquines, maltratada; imposible seguir leyendo; cierra el libro. La interrupción de la lectura, qué bárbaro, no le cambia el semblante a su humor.
Me da gusto mirar a esta mujer. Me hace bien. Esto, más que pensarlo, lo siento.
Ahora ella está entreabriendo su cartera. Introduce la mano izquierda en los misterios de su profundidad –toda cartera es un mundo. Supongo, con aprensión, que seguro va en busca de su celular. Felizmente me equivoco: lo que ha sacado, qué bárbaro, es un caramelo. Un bello caramelo de color naranja. Lo despapela, lo deja sobre su lengua, lo muerde apenas, lo paladea con fruición. Una fiesta el caramelo en su boca.
¿Y después? No, no tira el papel, la mujer. Lo alisa una y otra vez sobre su rodilla más alta. El papel se deja. Qué más quiere. Un papel con destino, si los hay: sirvió para abrigar largamente un caramelo, y ahora, en la culminación de su trayectoria, recibe, sobre su piel de papel, esos dedos que insisten en borrarle las arrugas de su frente, de papel.
Los dedos siguen y el papelito va deponiendo el ceño; se sigue dejando.
El colectivo frena con brusquedad de colectivo de día lunes. Un par de insultos pellizcan el aire. Empiezan a gestarse las contracturas de la jornada.
La mujer descruza las piernas. ¿Se está por bajar?
No, felizmente no. Sólo eso: ha descruzado las piernas.
Gira un poco la cabeza y mira ahora hacia su derecha. Si la sigue girando se va a encontrar con mi mirada. Y entonces: ¿qué haré con mi impunidad sorprendida con las manos en la masa? Madremía, ¿por dónde salgo?
Pero la mujer no sigue girando. Y no me descubre.
Lo que hace a continuación es inimaginable, no tiene nombre: empieza a silbar.
¿A silbar?
A silbar.
Silba bajito, silba como quien silba cuando está pintando una mesa o una maceta.
Su entonado silbido continúa. El aire, nuestro aire, esto no se lo esperaba. Y como el papel del caramelo recién, el aire también se deja. Silbido mediante, la melodía es como un agüita delgada que surce las trizaduras de la mañana. A esta hora todavía creemos que el día nos puede traer algo bueno y nuevo: la esperanza se permite aletear.
En el colectivo las cosas siguen sucediendo como venían. Aparentemente. Porque la mujer que silba ha empezado a movernos resortes extraños, dormidos.
Observo cómo, uno a uno, los pasajeros que puedo ver, adelante, empiezan a darse vuelta fruncidamente. ¿Quién se anima a silbar así?
Dos hombres mueven las cejas, se ensecretan en un cuchicheo cómplice. De no ser por este incidente sonoro podrían haber viajado una década sin mirarse, sin dirigirse palabra.
Miro a los que miran a la mujer que silba. Y no hay caso, no hay quien permanezca en su centro. Un cosquilleo impreciso, inquietante, altera a cada uno. Cada uno, seguro, está tratando de revisar el aspecto, la apariencia de esta mujer. El incomodante asombro surge y se instala porque nadie descubre en ella un detalle, algo que denote anormalidad: sus facultades mentales no asoman alteradas, su sistema nervioso no parece nervioso: ningún síntoma sospechoso: nada anormal en la vestimenta, nada anormal en el peinado, nada anormal en el maquillaje, nada anormal, incluso, en la edad. No se le puede endilgar a esta mujer que silba, tampoco, la anormalidad de ser demasiado joven, con los peligros que esto implica, ni la anormalidad de ser muy viejecita, con los peligros que esto implica.
Sigue, sigue silbando la mujer que silba. Y lo peor del caso (lo mejor) es que silba como quien respira. Ante esto, tan natural, la rutina de la normalidad de pronto se siente desnudada. Entonces, la normalidad, muy corporativa ella, saca a relucir lo que íntimamente anida de patota. Ya sabemos: en el reino de lo establecido y acostumbrado, nada más impune que la normalidad.
Continúa silbando la mujer que silba. Como si estuviera en su casa y sola y sin la menor urgencia.
Pero caramba, pero caraxus, pero carajo, ella no está en su casa ni está sola: ¿cómo puede ser que esté silbando aquí, delante de todos, en un colectivo, como si nada?
Realmente, ¿no estarán alteradas las facultades mentales de esta mujer? Quién sabe. Ni yo ni tú ni él, ni nosotros ni vosotros ni ellos pondríamos las manos en el fuego.
El hombre que va a mi lado (unos 60 años, aspecto de mecánico dental) me da un leve codazo y con una levantada de ceja en dirección a la mujer que silba, me significa algo que expresado con palabras sería: “Está rayada ésta”.
Sucede un minuto, con todos sus segundos. Y suceden cinco más: tranquila, ella silba.
Entre asombrados e inquisidores, todos la miran desde la clandestinidad del disimulo.
Sensación de desasosiego, generalizada: el aire del colectivo se ha convertido en una especie de caldo. Caldo de cultivo de algo que se compone vagamente de sensaciones diversas: vergüenza ajena, descalificación, burla chiquita, creciente patoterismo que busca la larvada complicidad y que no alcanza a mostrarse, pero que está ahí, latente.
Una señora muy aseñorada, tapándose la boca como hacen los que en los restaurantes apelan al furtivo escarbadientes, entabla diálogo con un desconocido, pese a que el desconocido –su ropa lo dice– es de menor poder adquisitivo:
– ¿Le parece?
–Y sí… es rara esa mujer.
– ¿Y si en una de ésas ésta saca un revólver y empieza a los tiros con todos?
–Y… nunca se sabe, señora.
–Ya no se está seguro ni de noche ni a la luz del día.
–Nunca se sabe, señora, nunca…
– ¿Pero qué vamos a esperar, que esta loca saque un revólver y empiece a los tiros y vaya a la cárcel y entre por una puerta y a las veinticuatro horas salga por la otra?
–Por suerte me bajo en la próxima. Adiós, señora.
–Esto no-tie-ne-nom-bre. Con el corazón en la boca vive una y cuando sale de casa no sabe si va a volver. Nunca se vieron cosas así.
¿Y la mujer que silba? Silba.
Esto que está sucediendo es por demás insólito: alguien silba con naturalidad, como si tal cosa, en un colectivo. Y a eso lo sentimos como el inapresable, agazapado, inminente estallido de locura de quien, pese a sus apariencias, no debe de estar en su sano juicio. No del todo.
Nuestra cordura, prolijidad, prudencia, nuestra adultez adulterada, nuestra civilidad, produce esta sensación casi insoportable: estamos escandalizados ante una mujer que simplemente está silbando, como si el mundo, el de afuera, fuera una casa.
Han pasado dos años desde que fui testigo de esa mujer que silbaba tranquila, en un colectivo. Dos años. Hoy, sin saber bien por qué, vuelvo sobre aquel episodio. Lo repienso. La conclusión que saco es que aquella temeraria loca que se puso a silbar, era, entre todos nosotros, la única persona todavía alumbrada de plena salud.
Nosotros, los escandalizados, estamos fritos. De rutina. Porque perdimos el candor, despilfarramos lo que no tiene precio ni retorno: la vida.
Me gustan los íntimos desafíos. Mañana, cuando suba al colectivo, por ahí me pongo a silbar bajito. Tengo que hacerlo. Debo. ¿Lo haré? ¿Me saldrá el silbido? No sé si me dará el cuero. Si tendré, para eso, los güevos que hay que tener. Y la salud.
Posdata. Mañana ya es hoy. Pasé una noche densa, peor que aquellas que precedían a mis exámenes de facultad. En cuanto apagué la luz, cometí la imprudencia de dormirme: me sentí como dentro de un lavarropas; en vez de agua, miedo, sabor a pánico. Tuve un sueño; en realidad, una pesadilla.
Quiero sacármela de encima: me encuentro en una habitación de altísimas paredes, sin ventanas y sin puertas visibles. Todo blanco, hasta el techo. Estoy sentado en una silla también blanca, lisa… Escucho mi respiración, casi jadeo, como si fuera de otro… Entonces, una mano en mi hombro. Me paralizo. Pero la mano es cálida, amiga. Me vuelvo: es el viejo Ray Bradbury. Viste el mismo traje blanco a rayitas, con lamparones de grasa, y los bordes de su camisa raídos que le vi cuando lo entrevisté hace años en una Feria del Libro. Don Bradbury me da un beso en la mollera y me cuenta un cuento… Se trata de un Leonardo que vive en el año 2052 del mundo. A este hombre le gusta pasear apenas entrada la noche por el medio de las calles; puede hacerlo porque no pasan autos. Va solo, nadie sale a caminar: todos están comiendo, bebiendo o mirando televisión. En la calle silenciosa y larga y desierta –me dice don Bradbury– sólo su sombra se mueve. El hombre recoge una hoja, sigue, se da cuenta de que, en diez años de caminatas, de noche y de día, nunca había encontrado a otra persona que paseara, como él. De pronto, un coche y un cono de luz que lo frena. Desde el vehículo, policial, una voz metálica le dice quieto, quédese ahí, ¡arriba las manos o dispararemos! Obedece Leonardo, y responde a las preguntas. Dice su nombre, su ocupación. Cuando le preguntan qué está haciendo, contesta que está caminando. ¿Caminando para qué? Caminando para tomar aire, para ver. Aquí –me sigue contando don Bradbury–, al hombre se le empiezan a complicar las cosas. Más preguntas: ¿Tiene televisor? No tengo. ¿Es casado? No soy casado. Se lo llevan detenido, cargado de sospechas: le gusta salir a caminar y no tiene televisor y no tiene siquiera una esposa que le sirva de coartada. Grave.
Tal el cuento. Don Bradbury desaparece; no alcanzo a preguntarle por dónde entró.
Me despierto con el corazón latiendo demasiado; un vaso de agua; me duermo enseguida con la luz prendida. Y el sueño empieza, o continúa… Estoy en el mismo colectivo de hace dos años dispuesto a jugármela… Respiro hondo… Me pongo a silbar… Siento las miradas que me tocan por los cuatro costados… Sigo silbando… Ahora siento el peso de los murmullos, algunas risitas… Pero no dejo de silbar… Un pasajero le dice algo al chofer… Este cabecea afirmativamente... Gira en una esquina imprevista… Frena en una comisaría…
Mi sueño sigue: Estoy en un calabozo… Me empiezan a hacer las preguntas de rigor, con el rigor de costumbre… ¿Por qué me interrogan?, pregunto a un uniformado de policía y a un psiquiatra uniformado de tal.
– Le haremos un chequeo para ver si está en sus cabales.
– ¿Por qué?
– Por silbar.
– ¿Por silbar?
– ¿Le parece poco?
– ¿Qué tiene de malo silbar?
– Aquí los que interrogamos somos nosotros. Responda. Diga, ¿de quién son las Malvinas?
–Argentinas.
– Mmmm… Diga, ¿de quién es la Argentina?
– ¿Queda Argentina?
Habrán visto algún mal modo, no sé, pero a mis interrogadores mi respuesta no les gusta. Me duermen con una trompada o con un palazo en la nuca; algo así de convincente. Despierto en una celda con olor a sí misma… En un papel que antes envolvió un sánguche y dos manzanas, empiezo a escribir con letra llamativamente clara, considerando que estoy soñando: “Aprender a silbar es la mejor herencia que les podemos dejar a nuestros hijos. Y aprender a cuidar el agua…”
Cuando estoy poniéndole las letras a la palabra agua, otra vez una mano sobre mi hombro agobiado. Es don Bradbury, con el mismo traje condecorado con lamparones de sus comidas desprolijas. Suspira el viejo, me besa la mollera tres veces y me dice: “Ay, Rodolfo… Esto te pasa porque eres incorregible: tendrías que haber terminado tu relato antes de la posdata”.
Rodolfo Braceli.
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lunes, 17 de marzo de 2008
MEMORIA Y POESÍA -POESÍA Y MEMORIA.
POESÍA Y MEMORIA
Reconocer que se es efímero y poderlo decir era la única forma humana de inmortalidad.
EMILIO LLEDÓ
( Memoria y conciencia )
El hombre es un animal que recuerda en exceso, aseguró Nietzsche (quien, paradójicamente, profetizara la desmesura del eterno retorno de lo idéntico). La memoria, si se agiganta, nos detiene en el pasado, disipándose el porvenir hasta reducirse a un simulacro de lo vivido. La hipertrofia del recuerdo conduce al entumecimiento, a una quietud que aproxima el alma a la estolidez de la piedra. La evocación fiel y precisa amenaza el libre desenvolvimiento del devenir. Pero si ese exceso de memoria parece resultar nocivo lo es asimismo su defecto. Mejor aproximarse al fiel (el mesótes aristotélico) que posibilita la virtud; porque el hombre se constituye de olvido, y de recuerdo; ambos en él se complementan, negándose el primero si el segundo desaparece.
La facultad de almacenar información no sólo es humana, cuanto existe, existe justamente, porque recuerda. El astro que, monótono, se sostiene (¿por qué?) en su órbita, las partículas imperceptibles que armoniosamente se ordenan en el cristal; todo parece someterse a un principio de estructuración asentado en la repetición. El zigoto porta ya, ínsito, toda la información oportuna para el desarrollo espacioso de unas estructuras innatas que, al desplegarse, formarán el animal adulto. La morfogénesis humana se somete a un proceso similar. Es sorprendente -y terrible- darse cuenta cómo en la naturaleza se dispersan principios organizativos, principios germinales (los spermata de Anaxágoras, los eîdos platónicos) que, a modo de moldes intangibles imponen orden y forma a la materia lábil.
Con el paso de los siglos, el platonismo no ha perdido un ápice de fascinación, tal vez haya aumentado; continúa siendo para nosotros un pensamiento dotado de una belleza seductora y, por ello, verdadera. En el Timeo, Platón nos refiere, magistral y misteriosamente, cómo la materia amorfa (chóra), -caótica, tumultuosa como la Tiamat babilónica- puede, sin embargo, lograr la forma que la alce hasta el ámbito de los seres organizados.
Los humanos nos encontramos trabados en la telaraña del devenir, en su eléctrica zona. El devenir está tejido de orden y desorden, de cosmos y caos. Avanzamos y retrocedemos. Cada paso que damos hacia una nueva forma organizativa se consigue desde la estructura lograda en el peldaño anterior, como consumación de lo ya alcanzado. Y en este temblor de ondas el hombre ('ser de un día') surge brevemente, y de inmediato, se pierde: obligado por esa proclividad suya a regresar a estadios previos, y por avanzar hacia un fin desconocido. Al cabo el resultado no difiere; cada momento del recorrido genera la totalidad del círculo, y el anillo acabará por cerrarse.
Ouroboros: "El camino hacia arriba y el camino hacia abajo es el mismo camino".
La conciencia, - que nos convierte en sujeto: 'uno mismo', y no otro-, se constituye en esa tensión dinámica entre el recuerdo y el olvido. Somos porque nos acordamos de/con lo que fuimos (así se cumple la máxima socrática del "conócete a ti mismo"), y seremos en tanto que hemos de olvidar lo que somos. La conciencia se constituye sobre la memoria, y es por ello que se hace cómplice tanto del pasado cuanto del porvenir (nos da a conocer la textura del tiempo, mostrándonos cómo lo nuevo emergió de lo pretérito).
La temporalidad se convierte así en el telón de fondo de ese desenvolvimiento acumulativo. Si la memoria se evade, con ella se desvanecerá el tiempo. Tal vez, el infierno, de existir, sea el incesante proceso de rumiación de la experiencia vivida (
La conciencia: una irisación, un temblor de fuego que se apaga: "Soy un fue, y un será, y un es cansado".
El Psicoanálisis nos ha hecho un poco resabiados, nos ha desvestido de inocencia, en cierta medida podemos afirmar que nos ha desterrado (otra vez más) del Edén.
El Psicoanálisis, ese saber para desconfiados, convierte al ser humano en marioneta movida por pulsiones tanáticas, por oscuras y dudosas fuerzas de intenciones inextricables que, desde el abismo del pasado, nos reclaman. (Regresar..., regresar: desnacer, rebobinar el film hasta plegarnos en la microscópica célula orgánica, en aquél ápice de ser del que partimos).
Una y otra vez, merced a la memoria, desandamos el camino: el sexo que nos arrastra a su estado larvario, a la agónica dejación de cuanto somos (o soñamos ser), para poder ensayar la evocación amalgamada de lo que fuimos.
Una y otra vez, el gozo indescifrable de la repetición ("la repetición es la única forma de permanencia que la naturaleza puede alcanzar"[1]).
Volver hacia atrás nuestra mirada, remugar los instantes en que alcanzamos la felicidad (y que ahora nos devuelven su vaharada de dicha tibia: igual, pero distinta). Y de nuevo abandonarse al oleaje del incesante mar, con su voz magmática de sirenas dulcísimas. Los momentos perfectos, y los terribles; precipitarse a la humedad de unos labios, al agua fría -que abrasa- del manantial, la voz adentro de madre, el sudor rutilante de las mulas en las eras, el perfume anisado del hinojo en los dedos, la retama encendida, la honda arcilla aquella de la infancia después de la tormenta..., y naufragar, y orillarse en el confín de arena y sueño de esa turba donde se adormece la conciencia.
El Psicoanálisis ha hurgado demasiado en la entraña de nuestro espíritu, encarándonos a toda una jauría de animales psíquicos que nos acechan, como gérmenes patógenos que anidan en nosotros.
Salir de la madre, separarse de ella, imponer una distancia, esa es la intención del yo que, tememos, está condenada al fracaso. Desde la matriz de la madre psíquica, el cordón umbilical se desarrolla a través de los meandros de la experiencia, y en su hilo, finísimo y fatal, nos ovillamos hasta dar en la muerte, retornamos de nuevo al alvéolo de la madre lejana[3]: "De la madre a la madre; no llegamos a ninguna parte; todo el peregrinaje tiene lugar en la madre"[4]. Como Odiseos errabundos, zarandeados por la inexorable Moira, bogamos por el océano amniótico hasta dar en la Ítaca definitiva, expuestos a riesgos innúmeros, a monstruos que sólo en nuestro interior habitan[5]. El olvido acaba por revelarse remembranza de lo arcaico (arkhé); soslayamos lo inmediato para que afluyan vestigios de un tiempo originario que nos ignora, y al que pertenecemos. Nos envuelve de nuevo aquella dicha, la estación remota donde éramos uno (adámicos, adérmicos) con cuanto nos envolvía. Felicidad refleja que siempre remite hacia un pasado (¿un futuro, tal vez?), Edén donde no cabe diferencia entre los seres, bañados entonces por la luz, la única luz de una inocencia que nos reclama fatal en la lejanía de la edad. Pero qué menesteroso éste que ahora soy, vástago de la escisión, fragmento de aquella totalidad (ser cerrado, homogéneo, compacto, rutilante, esférico, como el de Parménides). Memoria de aquel olvido es nuestro alborozo, eco de aquella dicha imposible de nombrar, que hunde sus raíces en el existir prelógico. Precipitadas discurren las aguas desde aquel venero, y empapan con su luz fresquísima nuestros labios, y reconoce el paladar su remoto gusto, espeso y blando. Y giramos alrededor del mismo centro, del foco mudo de su llama, yendo y viniendo.
La repetición, única forma (inconstante) de permanencia a que podemos aspirar. Y en ese juego de contrastes, entre el olvido y el recuerdo, es de donde emerge, fugaz, la autoconciencia, el cogito que propiamente somos: "El pensamiento es lo único que no puede separarse de mí. Soy, existo; pero, ¿cuánto tiempo? Todo lo que dure mi pensar". En los intersticios de ese flujo (en sus inaprensibles quantum) es que nos hacemos posible, pasando de lo indeterminado al ser. Perderse y encontrarse; ir del caño al coro y del coro al caño: en ese campo, en esa tensión magnética lo humano se constituye, como el mar sólo es mar en el vaivén de sus aguas. En ese ritmo se vuelve posible la conciencia (¿la del mar también?). Somos porque pensamos, porque desarrollamos operaciones psíquicas, porque nos reconocemos en el azogue escurridizo de la memoria. Nuestra potencia de ser depende de la medida en que ella, la memoria, nos asista.
Para los antiguos griegos Mnemosine personificaba la facultad del recuerdo. "Mnemosine nos enseña que lo que tenemos que recuperar es precisamente el origen de todos nuestros recuerdos, ese punto en el que todavía no ha comenzado el tiempo. Y ésa exactamente es la enseñanza mistérica: el camino que hay que remontar para llegar al tiempo sin tiempo, la sucesión de generaciones de dioses y de hombres, la suma de los mitos de Orfeo, no son más que juegos de apariencias"[6]. La diosa nos conduce hasta el origen, nos mece en las acompasadas ondas de la reminiscencia y nos deja varados en el tiempo primordial (aion) donde ya no hay propiamente memoria, y tampoco olvido; las fisuras desaparecen: sólo conjunción, reencuentro de las partes (símbolo), elementos reunidos en el esfero inicial que imaginara Empédocles. Barrunto de todo ello es la infancia: sin la piel que ahora nos limita, adérmicos, nos dejábamos entonces atravesar por miríadas de seres, por moléculas sutilísimas, fanales de luz, rumores. La ocasión del recuerdo nos ofrece un especial estado de gracia; el presente es la tierra firme donde hacemos pie para poder saltar hacia el pasado. Conocemos que bajo el limo de los días se ocultan abalorios, carbunclos encendidos, que debemos
rescatar.
( Anamnesis: palabra y memoria )
La palabra germina en la matriz de la memoria, y es gracias a la palabra que se activa el proceso evocador: arrastra larvas de la experiencia fugitiva, convocando los espectros anteriores. La palabra es esencialmente simbólica, fragmento que aspira a completarse con la fusión de la realidad vivida: revive, recrea lo ya vivido, aunque cubierto ahora de una pátina de extrañeza, por la distancia que impone el propio devenir, por el alejamiento que provoca la conciencia.
Hablamos para rellenar huecos, fisuras que se extienden en el flujo, discontinuo, de la temporalidad; este es el juego donde se forma y perpetúa la conciencia. Las palabras reflexionan, se doblan hacia atrás recogiendo el reflejo, la impronta de lo pretérito.
Hablamos para retener el instante, para negar brevemente la huida de los seres, para remansar la estampida tumultuosa de su agua desbocada. Pequeñas burbujas de eternidad en el hervor bullicioso del acontecer. Ser consciente es ser hablante. Si el devenir se nos presentara absolutamente homogéneo -uniforme duración- si no distinguiéramos en su textura corrientes, remolinos, áreas de mayor o de menor densidad, jamás se precipitaría la palabra; pues que ella se configura ciertamente para salvar toda clase de discontinuidad o variación, -los pálpitos brownianos: grietas de ese océano vivo y metálico que es el tiempo. Islas, continentes, simas que modulan e impiden la confusión de toda identidad turbia donde nuestra voz no cabe: palabra, como el cayado de Moisés que hiende el cuerpo de las aguas, y lo escinde.
La palabra ha sido modelada con la arcilla del tiempo: es tiempo coagulado, latido en el centro de masa temporal que forma sistemas complejos, cuando atrae hacia si vestigios, briznas, pecios del pasado. Un sistema múltiple, aglomerado, un territorio en donde se contiene, en su brevedad, lo pasajero: ondas que se despliegan, y generan ríos subterráneos que desembocan a otra luz, a otro mar.
La palabra guarda con la experiencia una cercanía de la que carece el concepto, que es, a lo más, palabra descarnada, esqueleto de experiencia que no remite a nada concreto.
El concepto no es vida cristalizada sino cuenco que nada contiene en su interior, huero saco de vientos. Es fruto, sí, de la avaricia de la palabra, de su avidez por nombrar, mera formalidad agigantada del proceso evocador. De ahí que se incline hacia lo no real, lo puramente desmaterializado y exangüe. Su demasía le lleva a pretender ser continente de todo, y, a la postre, de nada. De poco nos sirve el concepto en la dramaturgia de la evocación, ninguna sombra del pasado puede convocarse con su ayuda. Es, a lo más, palabra hinchada y fatua que da paso a lo irreal[7], lo imaginario. Cuando emplazamos el pasado, la palabra nos sirve de guía; decimos: casa, pero no la casa ideal, abstracta, sino la casa aquella vivida, sujeta a las coordenadas de la experiencia; casa que huele a humedad, cuyas paredes encaladas aun podemos acariciar en el recuerdo. Los conceptos, sin embargo, dan frío, y también miedo, apartados como se hallan en su hiperurano inmóvil. Sólo la razón, el logos desprendido de sus adherencias vitales puede pensar objetos como esos.
El cuerpo, cuando piensa, recuerda; y lo hace con palabras vivas. Es otro el cometido de los conceptos: cuando lo abstracto se impone, lo concreto se disipa. El viejo Parménides nos colocó frente al dilema de escoger entre experiencia y razón, opinión y verdad. Son demasiadas las razones de la razón para tener la razón.
La palabra es símbolo, arrastra en su estela alguna porción de realidad, fusiona lo presente con alguna pizca de pasado, a la vez que sondea el devenir. Sintética, no analítica; no crea, recrea. Tal vez cuando sale de los labios divinos posea capacidad ontogénica, no así de los nuestros. A nosotros se nos abandona en el remolino del tiempo, en su revoltijo de anillos que, sin cesar, se alejan. Es metafórica: siempre encaminándose hacia otra parte sin abandonar el sitio donde ahora se encuentra: "Sólo el poeta sabe / mirar lo que está lejos"; lo distante, lo que a lo lejos rutila y se aproxima. La palabra se abandona a un movimiento que aboca a un horizonte huidizo, inapresable, a una incesante imagen que se escapa. Jamás se halla vacía, no es mero continente, sino naturaleza compacta, densa, carnal, y transcendente.
En ocasiones (Gabriel Miró) llega a ser comestible, dejándonos al pronunciarla un regusto a fruta nueva y fresca: a paraíso perdido que, generoso, regresa. El poeta es "un hombre que se contenta con palabras"[8]; cuanto le rodea (y él mismo también) no es más que palabra embozada; se gusta en tocarla, acariciarla, saborearla..., la acerca a su alma y aspira su rumor dulce y áspero. Atiende a lo lejano, a lo todavía inalcanzable que se pone al acecho de la voz. Lo remoto, profundo y secreto, como la pulpa del fruto, como el meollo del bulbo.
Vuelan, las palabras, hacia lo desconocido, absorben el polen y lo alquimian en miel, como abejas que son de lo invisible. El dinamismo de la palabra es remedo de la versatilidad del ser. Si la verdad que ambicionamos es viva no nos será posible capturarla mas que con palabras también vivas. Cuando quedan liberadas de su uso ordinario y presentadas en disposición imprevista, aleándose con otras, las palabras se inflaman, iluminando una región oscurecida de lo real que emerge de su tiniebla para ocupar su lugar junto a nosotros, en la heredad del hombre. Es su capacidad desveladora la que nos hace posible el acceso al hondón del ser, a su amasijo de larvas, a aquello que se agita en el corazón de las cosas y las sostiene.
"Algo -afirma René Menard- estaba allí, disimulado en nosotros, que unas palabras desvelan, algo que aparece, desaparece, reaparece, nos provoca, nos mide, nos juzga, anula nuestras categorías, nos niega y nos crea una nueva intensidad de ser, abre una especie de paso vertiginoso hacia un hogar de unidad presente en el trasfondo de nuestra especie"[9]. Arrebatados a un país de raíces antiguas, de madres remotas, caemos por el túnel de las formas de quienes nos precedieron, y damos en el centro germinal de la especie, en un humus apretado y fecundo, de enorme densidad semántica; y nos absorbe.
Es en el seno de la palabra donde se nos revela su radical ambivalencia; todo centro es ambiguo (su estabilidad proviene de estar siendo de continuo empujado en todas las direcciones). Cada palabra, como Juno, se ubica en el quicio que distingue (une/separa) dos ámbitos: el mundo de lo consciente y el de lo inconsciente. De sus dos faces, la anterior se presenta armoniosa, precisa, dispuesta a referirse a algún objeto o acción; la posterior, es de aspecto informe, y nos comunica con un territorio impreciso y turbio, abigarrado, retrotrayéndonos en una fuga de sonidos que no parece detenerse. Entonces, la palabra ya nada significa por sí sola, sino en tanto se aproxima a otras y se funde con ellas, fiel a su naturaleza fagocitaria que propende a asimilar cuanto se aproxima a su área: orden y desorden conjuntados, diferencia e identidad, caos y cosmos.
Es tarea del poeta esforzarse por lograr que la palabra se libere del uso ordinario que la petrifica; conseguir que se quiebre y muestre la gema que esconde en su interior, como la doncella encantada de los cuentos que despierta por el beso. Cómo hacer para que desvele su brasa originaria, su enorme capacidad semántica, esa avidez suya de referirse a todo: en eso y no en otra cosa reside el oficio de poeta. Para alcanzarlo se precisa que acierte a quebrarla y así acceder a su palpitante corazón.
Al igual que del choque del pedernal nace el destello de la luz que guarda, así, en la metáfora, en el contundente encuentro de la palabra con la palabra, es que puede desvelarse su escondido fuego.
La palabra poética supone la conciencia monista, la experiencia que propende a confundir lo vivido, nunca a diferenciarlo. "Cuando se empieza a ver todo en todo, la manera de expresarse suele volverse más oscura. Se empieza a hablar con la lengua del ángel"[10]. La lengua del ángel es pansémica, como la de Dios cuando aparece ante Job desde el vértigo del remolino; voz inarticulada con que se edifican los mundos. El sujeto poético -también el místico- entiende lo real como un sólo ser homogéneo. La razón poética es, por ello, sintética, proclive a la mezcla y a la confusión, porque la conciencia (¿el inconsciente?) de sobra conoce que en los estratos más profundos del ser no existen perímetros, ni piel, ni compartimentos, sino que "todo es uno y lo mismo", ápeiron adérmico.
Similar entusiasmo aparece en el alma embriagada por la experiencia extática y estética. De esta forma el antiguo aedo creía sentirse poseído por las Musas. El aedo es ciego, y ve. Ve más que los otros mortales. ¿Y qué es lo que ve?, ¿tal vez el orden inexorable del universo? Él es vidente, de lo pasado y de lo porvenir. En la rueda del devenir, el futuro ya ha transcurrido. El aedo "ve lo invisible. El dios que le inspira le descubre, en una suerte de revelación, las realidades que escapan a la mirada humana"[11]. Convocar a las Musas supone arriesgarse a acceder a la inocencia primera, abandonarse al olvido y ser así un no ser lo que somos: regresar al pasado, volver a ser lo que fuimos (sé el que eres). El poeta es músico, oficiante de las Musas, y ellas le revelan el pasado y el futuro[12], cuanto no es presente (el hombre es, en verdad, un animal que desconoce el presente[13]). Tiresias, y Calcas[14], poseen la omnisciencia lírica, son receptáculo de la revelación divina. Hesíodo recibe de las Musas el bastón de la sabiduría (skeptron)[15], y canta un saber prestado. El aedo recita[16]: 'recrea', 'renueva', 'rehace', 'revive', en definitiva, recuerda (y también 'reencarna', 'resucita'). La reminiscencia no es exclusivamente recuperación de lo pretérito, sino también aproximación de lo porvenir, pues, al cabo, el futuro se halla, latente, en la conciencia divina. La presciencia del dios hace que tanto el futuro como el pasado acaben por identificarse en una suerte de inmóvil actualidad. La memoria es potencia, capacidad de doblegar el decurso de los acontecimientos, o revelar el tiempo como una impostura (el presente no es devenir). Saber escuchar, afinar el oído, recuperar la inocencia del oído suficiente para apoderarnos del ruido de los seres. Ellos nos reclaman con sus susurros, porque aspiran a habitar en nuestros labios.
El alma humana cuando en verdad se dirige hacia la naturaleza viva -que, latente, alienta en lo aparentemente inerte- queda por ella atrapada, y empujada al canto, a la danza. Si la gracia de un dios no intercede[17], esa emoción no llega a materializarse en canción (que es, propiamente, cántico, celebración, conmemoración de lo que es). Son las palabras vivas, los espíritus, las almas de seres que nos poseen. Pero cuando el hombre se aparta de ese encantamiento de lo inmediato, se taponan sus oídos -como en los compañeros de Odiseo- y ya nada le es posible escuchar. A lo más el estruendo de las máquinas (motores, turbinas, pistones...), o la estremecedora gelidez de los conceptos. En el alma ensordecida ya no anidan los pájaros fulgurantes de las cosas, su desconcierto le hace incapaz de escaparse (éxtasis) a la morada del ser. La inocencia del ser precisa servirse de labios inocentes. No es primitivismo, sino fineza de alma que se logra mediante un esfuerzo extremo. Es el poeta un alma infantil, pues él (como 'músico') es el representante del habla original[18].
Las Musas, hijas de la Memoria, nos conducen -como las Helíades al joven Parménides- hasta un estadio inicial donde se hace posible la desvelación de lo real; nos restituyen, a través de los capilares de nuestra memoria particular, al epicentro de la vasta memoria que nos nutre y nos abarca, allí donde se aglutinan miríadas de conciencias diminutas que burbujean en el crepitar de sangres iniciales.
El canto de la Musas, igual que el de las Sirenas (que son su máscara), seducen el alma y la conducen hasta los acantilados donde las naves se desarbolan. Son las Madres terribles que nos mecen en su tibio regazo y nos depositan, -embriagados, aletargados-, en las aguas indiferenciadas del olvido que se confunden con las aguas de la muerte. Sabemos de sobra que entre memoria y olvido se establece una relación muy estrecha. El olvido es tanto carencia como exceso de memoria, y en ambos casos hace reventar la finísima piel de nuestra conciencia.
La palabra poética, insistimos, no debe confundirse con el concepto. Es simbólica, metafórica, grávida -y avarienta- de sentido; el concepto es analítico, propende a la división; y ésta es su condena, pues imaginándose autónomo, acaba por creerse pleno de entidad.
Así en Platón, la antipatía que mostraba ante el hacer de los rapsodas; éstos no desvelan el ser, nada más repiten (mímesis) el dictado divino, las antiguas leyendas. Platón destierra de su Calípolis a los poetas porque ve en ellos el riesgo de lo inmóvil, el ejercicio de una memoria que hace imposible cualquier innovación, que impide que aparezcan un nuevo orden a partir del pasado. El poeta desterrado, para Platón, es el sacerdote que se afana en conservar el vano pasado, la edad antigua y yerma que no genera realidad futura.
( La infancia de las palabras )
La razón de que la palabra poética se constituya en la pulsión regresiva (o mejor, en la abolición del presente), se debe a la infancia que, desde su lejana presencia nos reclama con una sed inagotable, es allí donde la conciencia particular reconoce el polo del campo de atracción que ahora la seduce[19]. Fue entonces, en la infancia, cuando tuvo lugar la metamorfosis del inconsciente en consciencia. Aquel niño que fuimos se sintió extraviado entre las cosas por más que iba, paulatinamente, desprendiéndose de ellas. Si antaño el niño no supo distinguirse de la madre, si su piel se extendía hasta abarcar las cosas que le rodeaban, esa conciencia de confusión, de adermia, no habrá de abandonarle jamás. El lenguaje prelógico va con torpeza articulándose en este paulatino proceso de demarcación. La infancia es venero de la voz: cada palabra que ahora pronunciamos si la dejáramos libre, a su inercia, regresaría por sí misma a aquél su lugar natural: a la estación primera en donde el espíritu se dilataba en los confines de la mirada, allí donde la naturaleza era alma también, enorme, sin mancha, sin piel. Recordar, recordar..., una y otra vez, para el olvido. Compulsivamente, hasta abolir el presente y mutarlo en pasado, hasta lograr que lo porvenir se diluya en el torbellino de lo pretérito. Amamos la altura del pájaro cuando acaricia el cielo, pero nos emociona sentirlo, cálido, en nuestras manos. "El hombre sabe muy bien que en sí mismo existen posibilidades de felicidad o de grandeza de las cuales se ha apartado. Ciertos seres, en particular, traen al mundo esta nostalgia: los poetas son aquellos que, no contentos con expresar las voces interiores, tienen la temible audacia de seguirlas hasta las más peligrosas aventuras (...). Saben que no es una cosa tan natural ser un hombre en esta tierra. Una especie de reminiscencia enclavada en toda criatura, pero capaz, en ellos, de súbitas resurrecciones, les enseña que hubo un tiempo lejanísimo en que la criatura, en sí misma más armoniosa y menos dividida, encajaba sin dificultad en la armonía de la naturaleza (...). Y quien está dotado de esta memoria se pone a esperar, porque adivina dentro de sí, adormecidos pero capaces de despertar, los gérmenes que dejaron esas épocas infantiles"[20].
Nuestra dicha es regresar, pero no únicamente para mimetizar lo ocurrido, sino para recrearlo desde la experiencia creciente de nuestro caudal de existencia. La tensión entre la experiencia acumulada y la inconsciencia primitiva desencadena una especial fruición (recreo) que alcanza su cumbre en el encuentro. La experiencia estética tiene bastante que ver con esa fusión, con esa reminiscencia. El trascurso de los años no borra épocas anteriores sino que las conserva bajo las nuevas capas de experiencia; de manera que el hecho estético nace al originarse un 'arco voltaico', cuando el presente se conexiona con algún momento dichoso guardado en el reservorio de la memoria. "
El poeta es el genio del recuerdo, que no puede hacer ninguna otra cosa sino recordar y admirar lo que fue hecho"[21]. Esa pulsión por volver, por regresar de nuevo (y aglutinar presente con pasado), una y otra vez, configura nuestra conciencia, recupera la escenografía del principio, el espacio en donde emergió -de un borboteo, rumor de aguas, tumulto- el verbo. Y tras el verbo, custodiándolo, la enmudecida presencia de Dios[22].
La infancia no fue feliz, ni desgraciada, fue otra edad; este alborozo que ahora nos colma se ha hecho posible porque, merced a la palabra, pudimos convocar lo vivido, y lo hicimos a nuestro antojo. Así quiero imaginarme cualquier paraíso, celestial o no, un Edén con las dimensiones de la memoria, como un inagotable calidoscopio que nos permita permutar indefinidamente cuanto hubimos amado. Las palabras que configuran el poema nos reclaman desde lo distante, por eso es que "un exceso de infancia es un germen de poema"[23]. Un exceso de infancia, su permanente oleaje, la ductibilidad del alma para poder acceder a ese espacio pretérito, y guarecerse en él, siendo niños de continuo. Además de oportunos son desveladores los versos de Jean Tardieu, cuando de sí mismo escribe que es "un hombre que simula envejecer / aprisionado en su infancia"[24].
El tiempo descubre su impostura, fue celada; nunca existió para la memoria, sólo la impenetrable duración de los seres; gracias a la memoria el tiempo se espacializa, y los acontecimientos pueden entrecruzarse en las coordenadas de su mapa: y, aquí y ahora, puedo seguir con mis pupilas, otra vez, el vuelo pardo del zorzal y aspirar el perfume blanco y limpio de aquella azucena. Y adentrarme, también, en la tiniebla oscura y cálida de la madre. La palabra poética nos viene de una lejanía que habita entre nosotros, de la apartada (y compañera) infancia, del país donde se fraguan los mitos[25]. Así lo han creído numerosos pensadores y poetas, y lo podemos constatar si interrogamos a nuestra propia alma: "todos los poetas escriben con el sentido primero de las palabras, es decir, con su infancia"[26].
La lengua infantil es radicalmente simbólica, sus palabras siempre acaban por encontrar aquello que nombran. En su origen, la lengua es exageradamente polisémica: propende a decirlo todo. Las palabras antaño se atraían sin que razón alguna (sentido común, utilidad) le impusiera un determinado orden. Como seres ingrávidos flotaban sobre la superficie de las cosas, depositándose caprichosamente sobre ellas. La palabra señalaba una realidad que no era propiamente objetiva, ni subjetiva tampoco, pues aún no se había mostrado contundentemente la dicotomía sujeto-objeto. Lo real para el niño es múltiple y lábil; todavía no se ha constituido suficientemente la conciencia que habrá de hacer distinciones, y que atribuirá al mundo su solidez y permanencia. El alma del niño se deja arrastrar por la marea de su sangre y de su respiración, habitando una región fronteriza entre el sueño y la vigilia. El poeta, niño disfrazado, se abandona al revuelto caudal de las palabras que, disociadas de su uso frecuente (Freud), le empujan al pasado. Anamnesis. Recuerdo no tanto de los hechos que acontecieron sino de algo que los precede y fundamenta. Afán por asir con la palabra aquello que no es posible tocar con nuestras manos. "Mnemosine nos enseña que lo que tenemos que recuperar es precisamente el origen de todos nuestros recuerdos, ese punto en el que todavía no ha comenzado el tiempo"[27]. Cada uno reproduce a su manera la experiencia de la especie, fiel a una suerte de ley ontogenética del espíritu. Retornar al tiempo sin tiempo, desnudo, al tiempo justo (kairós), al instante axial que reúne, conciliándolo, el devenir. Y la palabra es, para el poeta, el instrumento mediador de esa aventura. Es verdad que "la esencia del arte es nostalgia del Otro Mundo"[28]. ¿Por qué no ha de ser nuestra palabra un exacto y fiel retrato de lo que se manifiesta?, ¿por qué no hemos de decir justamente lo que acaece? La palabra humana surge de la escisión entre alma y mundo y, paradójicamente, es su función rellenar ese abismo; posee una movilidad que, por más que el uso común lo pretenda, la hace incapaz para referirse a un objeto que, de otra parte, también se encuentra sometido al flujo del devenir. La palabra siempre cubre y descubre, siempre transgrede.
Si tiene razón Georg Groddeck al afirmar, como vimos ya, que el sentido de nuestra existencia consiste revivir al niño que fuimos, habríamos de reconocer en el lenguaje poético, junto a otras, esta función psicológica (por no decir soteriológica). La abolición del futuro, la posibilidad del regreso, la negación de la conciencia. El poeta aspira a la primitividad del lenguaje en tanto que procura aquella beatitud edénica del origen: "Para el hombre que habla, las palabras son domésticas; para el poeta, permanecen en estado salvaje"[29]. La capacidad que esconden las palabras, su potencial semántico queda relegado en su uso ordinario; sólo la conciencia nostálgica y atenta puede adentrarse en su interior y liberar su enorme hoguera. La palabra es el pan del poeta, y su vino; el alimento del que se nutre su alma y vigoriza su cuerpo. Para obtener de ellas la riqueza que encierran se precisa recogimiento y abandono, una segunda inocencia. Internarse en su corazón secreto, insistimos, no es fácil, las palabras precisan saberse amadas, solicitadas, y no se entregan de inmediato a cualquier aprendiz de seductor.
Ese estado de conciencia que es la dejación estética del alma, su abandono, facilita que pueda salir de sí misma y aproximarse a lo demás, a lo inconsciente como afirma Friedrich Schiller[30], que es el ámbito en donde adquieren su levedad las palabras, la alegría de su aérea libertad, de su luz verdadera. Cuando el poeta principia su tarea sabe que se adentra en un follaje desconocido (per una selva oscura), en un boscaje de vegetación viciosa, enmarañado de castaños y robles, de musgos y muérdagos. Allí parecen fundirse miríadas de voces: aguas, aves, ramas, viento... Es un territorio ignoto pero, de esa algarabía, de esa confusión, comienzan a erguirse, delimitándose en claros, rumores que se articulan en palabras, discernibles ya para el oído. Escribe a este respecto José Ángel Valente: "El comienzo de un poema (...) es siempre mucho más azaroso e infinitamente más precario. Todo movimiento creador auténtico es en principio un tanteo vacilante en lo oscuro"[31]. El poeta va tejiendo una urdimbre que no puede prever porque se configura justamente en su inmediato hacer.
La palabra emerge de una substancia averbal y, tras sus avatares, regresará al indiferenciado magma del que se desprendió[32]. Las palabras son mensajeras del silencio, pues silencio no es negación de la palabra, sino su confirmación y su sustento. La genealogía de la palabra a él nos conduce. El silencio es el lugar natural de la palabra: de él surge y a él se encamina. La vida de la palabra forma un arco, una parábola sobre el océano de lo averbal. Tal vez el silencio sea la palabra (la Palabra), la sola y única palabra[33]: sin escisiones, sin grietas, sin pausas en donde se instala nuestro decir. La memoria sirviéndose de la palabra procura eternidad[34], la inocencia del paraíso, el devenir inmaculado al margen de los valores, el "asilo cerrado / de nuestra niñez maravillada"[35]. En ese estado de gracia es donde el decir poético alcanza su plenitud, su más alta cima, cuando el objeto más leve, el ruido más insignificante nos traslada a aquella otra edad: "Una regadera, un rastrillo olvidado en el suelo, un perro al sol, un pobre cementerio, un lisiado, una pequeña casa de campesinos, todos ellos pueden convertirse en cuenco de revelación"[36].
MIGUEL FLORIÁN RÁBANOS GONZÁLEZ
IES ‘Murillo’, Sevilla
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[1]. George Santayana, Diálogos en el limbo.
[2]. G. Groddeck, Sobre el Ello.
[3]. "¿Cómo podrás morirte un día, Narciso, sino tienes madre? Sin Madre no es posible amar. Sin Madre no es posible morir". Hermann Hesse, Narciso y Goldmundo.
[4]. Norman O. Brown, El cuerpo del amor.
[5]. "A Lestrigones ni a Cíclopes, / ni al fiero Poseidón hallarás nunca, / si no los llevas dentro de tu alma, / si no es tu alma quien ante ti los pone". Constantino Cavafis, Itaca.
[6]. Giorgio Colli, La sabiduría griega.
[7]. Enrique Pajón, El ser y el hombre.
[8]. Nikos Kazantzakis, Alexis Zorba.
[9]. René Menard, La experiencia poética.
[10]. Georg Ch. Lichtenberg. Aforismos, F-47
[11]. Jean-Pierre Vernant, Mito y pensamiento en la Grecia antigua, II
[12]. "Infundiéronme voz divina para celebrar el futuro y el pasado". Hesíodo, Teogonía, 32
[13]. "El hombre es el único animal que desconoce el presente". Oscar Kiss Maerth, El principio era el fin.
[14]. Homero, Iliada, I, 70
[15]. Teogonía, 28
[16]. 'Recita', vuelve a citar, convoca de nuevo.
[17]. "Se sabe que algo precede a la palabra humana: esto debe ser escuchado y vivenciado antes que la boca pueda ser perceptible para el oído, y se sabe también que esa voz inspirada, llena de secretos, que precede al habla armoniosa de los hombres, pertenece a la misma naturaleza de la cosa como una manifestación divina que se deja revelar con su esencia y con su excelsitud". Walter F. Otto, Las musas
[18]. Walter F. Otto, Las musas
[19]. "En el mundo nadie siente las cosas nuevas con la fuerza que las siente el niño. El niño se estremece ante ese olor como el perro ante las huellas de la liebre y experimenta una locura que después, cuando somos mayores, se llama inspiración". Isaac Bábel, Relatos de Odesa, 'Historia de mi palomar'.
[20]. Albert Béguin, El alma romántica y el sueño.
[21]. Sören Kierkegaard, Temor y temblor.
[22]. "Todo poema tiene a Dios por testigo -y corazón y tabernáculo verdadero-. / Todo canto es sustancia divina, aun con Dios ausente". Pierre Jean Jouve, Melodrama.
[23]. Gaston Bachelard, Poética de la ensoñación.
[24]. Jours pétrifiés
[25]. "Los mitos son creados por adultos mediante la regresión a las fantasías de la infancia, y el héroe se forja y nutre de la historia infantil personal del autor del mito". Otto Rank, El mito del nacimiento del héroe.
[26]. Ilhan Berk, Veterano del mar
[27]. Giorgio Colli, La sabiduría griega
[28]. H. A. Murena, La metáfora y lo sagrado.
[29]. Jean Paul Sartre, Qué es literatura.
[30]. "La experiencia nos enseña que el único punto de partida del poeta es el inconsciente (...), y la poesía, si no me equivoco, consiste precisamente en saber cómo expresar y comunicar ese inconsciente". Carta a Goethe, 27.03.1801
[31]. Las palabras de la tribu Umbral.
[32]. "Nos visitan larvas de que apenas somos responsables". Alfonso Reyes, La experiencia literaria.
[33]. "I un mot, el Mot, era el parlar comú (Y una palabra, la Palabra, era el hablar común)". J. V. Foix, On he déixat les claus.
[34]. "La memoria es la lucha contra el poder mortífero del tiempo en nombre de la eternidad". Nicolás Berdiaev, El sentido de la Historia.
[35]. Eugenio Montale, Huesos de sepia.
[36]. Hugo von Hofmannsthal, Carta a Lord Chandos.
Reconocer que se es efímero y poderlo decir era la única forma humana de inmortalidad.
EMILIO LLEDÓ
( Memoria y conciencia )
El hombre es un animal que recuerda en exceso, aseguró Nietzsche (quien, paradójicamente, profetizara la desmesura del eterno retorno de lo idéntico). La memoria, si se agiganta, nos detiene en el pasado, disipándose el porvenir hasta reducirse a un simulacro de lo vivido. La hipertrofia del recuerdo conduce al entumecimiento, a una quietud que aproxima el alma a la estolidez de la piedra. La evocación fiel y precisa amenaza el libre desenvolvimiento del devenir. Pero si ese exceso de memoria parece resultar nocivo lo es asimismo su defecto. Mejor aproximarse al fiel (el mesótes aristotélico) que posibilita la virtud; porque el hombre se constituye de olvido, y de recuerdo; ambos en él se complementan, negándose el primero si el segundo desaparece.
La facultad de almacenar información no sólo es humana, cuanto existe, existe justamente, porque recuerda. El astro que, monótono, se sostiene (¿por qué?) en su órbita, las partículas imperceptibles que armoniosamente se ordenan en el cristal; todo parece someterse a un principio de estructuración asentado en la repetición. El zigoto porta ya, ínsito, toda la información oportuna para el desarrollo espacioso de unas estructuras innatas que, al desplegarse, formarán el animal adulto. La morfogénesis humana se somete a un proceso similar. Es sorprendente -y terrible- darse cuenta cómo en la naturaleza se dispersan principios organizativos, principios germinales (los spermata de Anaxágoras, los eîdos platónicos) que, a modo de moldes intangibles imponen orden y forma a la materia lábil.
Con el paso de los siglos, el platonismo no ha perdido un ápice de fascinación, tal vez haya aumentado; continúa siendo para nosotros un pensamiento dotado de una belleza seductora y, por ello, verdadera. En el Timeo, Platón nos refiere, magistral y misteriosamente, cómo la materia amorfa (chóra), -caótica, tumultuosa como la Tiamat babilónica- puede, sin embargo, lograr la forma que la alce hasta el ámbito de los seres organizados.
Los humanos nos encontramos trabados en la telaraña del devenir, en su eléctrica zona. El devenir está tejido de orden y desorden, de cosmos y caos. Avanzamos y retrocedemos. Cada paso que damos hacia una nueva forma organizativa se consigue desde la estructura lograda en el peldaño anterior, como consumación de lo ya alcanzado. Y en este temblor de ondas el hombre ('ser de un día') surge brevemente, y de inmediato, se pierde: obligado por esa proclividad suya a regresar a estadios previos, y por avanzar hacia un fin desconocido. Al cabo el resultado no difiere; cada momento del recorrido genera la totalidad del círculo, y el anillo acabará por cerrarse.
Ouroboros: "El camino hacia arriba y el camino hacia abajo es el mismo camino".
La conciencia, - que nos convierte en sujeto: 'uno mismo', y no otro-, se constituye en esa tensión dinámica entre el recuerdo y el olvido. Somos porque nos acordamos de/con lo que fuimos (así se cumple la máxima socrática del "conócete a ti mismo"), y seremos en tanto que hemos de olvidar lo que somos. La conciencia se constituye sobre la memoria, y es por ello que se hace cómplice tanto del pasado cuanto del porvenir (nos da a conocer la textura del tiempo, mostrándonos cómo lo nuevo emergió de lo pretérito).
La temporalidad se convierte así en el telón de fondo de ese desenvolvimiento acumulativo. Si la memoria se evade, con ella se desvanecerá el tiempo. Tal vez, el infierno, de existir, sea el incesante proceso de rumiación de la experiencia vivida (
"la memoria es la gran culpable en los infiernos", se lee en La vida de Milarepa),y el paraíso, por contra, el olvido.
La conciencia: una irisación, un temblor de fuego que se apaga: "Soy un fue, y un será, y un es cansado".
El Psicoanálisis nos ha hecho un poco resabiados, nos ha desvestido de inocencia, en cierta medida podemos afirmar que nos ha desterrado (otra vez más) del Edén.
El Psicoanálisis, ese saber para desconfiados, convierte al ser humano en marioneta movida por pulsiones tanáticas, por oscuras y dudosas fuerzas de intenciones inextricables que, desde el abismo del pasado, nos reclaman. (Regresar..., regresar: desnacer, rebobinar el film hasta plegarnos en la microscópica célula orgánica, en aquél ápice de ser del que partimos).
Una y otra vez, merced a la memoria, desandamos el camino: el sexo que nos arrastra a su estado larvario, a la agónica dejación de cuanto somos (o soñamos ser), para poder ensayar la evocación amalgamada de lo que fuimos.
Una y otra vez, el gozo indescifrable de la repetición ("la repetición es la única forma de permanencia que la naturaleza puede alcanzar"[1]).
Volver hacia atrás nuestra mirada, remugar los instantes en que alcanzamos la felicidad (y que ahora nos devuelven su vaharada de dicha tibia: igual, pero distinta). Y de nuevo abandonarse al oleaje del incesante mar, con su voz magmática de sirenas dulcísimas. Los momentos perfectos, y los terribles; precipitarse a la humedad de unos labios, al agua fría -que abrasa- del manantial, la voz adentro de madre, el sudor rutilante de las mulas en las eras, el perfume anisado del hinojo en los dedos, la retama encendida, la honda arcilla aquella de la infancia después de la tormenta..., y naufragar, y orillarse en el confín de arena y sueño de esa turba donde se adormece la conciencia.
El Psicoanálisis ha hurgado demasiado en la entraña de nuestro espíritu, encarándonos a toda una jauría de animales psíquicos que nos acechan, como gérmenes patógenos que anidan en nosotros.
Mirar hacia ese adentro es arriesgarse en un laberinto sin límite. Somos lo que hemos sido: homúnculos psíquicos, semillas latentes que se despliegan sin fin.Afirma Georg Groddeck: "El sentido de la vida personal es volver a ser otra vez un niño, o más bien revivir al niño que nunca desapareció, y esto tras la larga batalla del Yo por hacerse independiente, adulto, para escapar de la madre, batalla perdida de antemano"[2].
Salir de la madre, separarse de ella, imponer una distancia, esa es la intención del yo que, tememos, está condenada al fracaso. Desde la matriz de la madre psíquica, el cordón umbilical se desarrolla a través de los meandros de la experiencia, y en su hilo, finísimo y fatal, nos ovillamos hasta dar en la muerte, retornamos de nuevo al alvéolo de la madre lejana[3]: "De la madre a la madre; no llegamos a ninguna parte; todo el peregrinaje tiene lugar en la madre"[4]. Como Odiseos errabundos, zarandeados por la inexorable Moira, bogamos por el océano amniótico hasta dar en la Ítaca definitiva, expuestos a riesgos innúmeros, a monstruos que sólo en nuestro interior habitan[5]. El olvido acaba por revelarse remembranza de lo arcaico (arkhé); soslayamos lo inmediato para que afluyan vestigios de un tiempo originario que nos ignora, y al que pertenecemos. Nos envuelve de nuevo aquella dicha, la estación remota donde éramos uno (adámicos, adérmicos) con cuanto nos envolvía. Felicidad refleja que siempre remite hacia un pasado (¿un futuro, tal vez?), Edén donde no cabe diferencia entre los seres, bañados entonces por la luz, la única luz de una inocencia que nos reclama fatal en la lejanía de la edad. Pero qué menesteroso éste que ahora soy, vástago de la escisión, fragmento de aquella totalidad (ser cerrado, homogéneo, compacto, rutilante, esférico, como el de Parménides). Memoria de aquel olvido es nuestro alborozo, eco de aquella dicha imposible de nombrar, que hunde sus raíces en el existir prelógico. Precipitadas discurren las aguas desde aquel venero, y empapan con su luz fresquísima nuestros labios, y reconoce el paladar su remoto gusto, espeso y blando. Y giramos alrededor del mismo centro, del foco mudo de su llama, yendo y viniendo.
La repetición, única forma (inconstante) de permanencia a que podemos aspirar. Y en ese juego de contrastes, entre el olvido y el recuerdo, es de donde emerge, fugaz, la autoconciencia, el cogito que propiamente somos: "El pensamiento es lo único que no puede separarse de mí. Soy, existo; pero, ¿cuánto tiempo? Todo lo que dure mi pensar". En los intersticios de ese flujo (en sus inaprensibles quantum) es que nos hacemos posible, pasando de lo indeterminado al ser. Perderse y encontrarse; ir del caño al coro y del coro al caño: en ese campo, en esa tensión magnética lo humano se constituye, como el mar sólo es mar en el vaivén de sus aguas. En ese ritmo se vuelve posible la conciencia (¿la del mar también?). Somos porque pensamos, porque desarrollamos operaciones psíquicas, porque nos reconocemos en el azogue escurridizo de la memoria. Nuestra potencia de ser depende de la medida en que ella, la memoria, nos asista.
Para los antiguos griegos Mnemosine personificaba la facultad del recuerdo. "Mnemosine nos enseña que lo que tenemos que recuperar es precisamente el origen de todos nuestros recuerdos, ese punto en el que todavía no ha comenzado el tiempo. Y ésa exactamente es la enseñanza mistérica: el camino que hay que remontar para llegar al tiempo sin tiempo, la sucesión de generaciones de dioses y de hombres, la suma de los mitos de Orfeo, no son más que juegos de apariencias"[6]. La diosa nos conduce hasta el origen, nos mece en las acompasadas ondas de la reminiscencia y nos deja varados en el tiempo primordial (aion) donde ya no hay propiamente memoria, y tampoco olvido; las fisuras desaparecen: sólo conjunción, reencuentro de las partes (símbolo), elementos reunidos en el esfero inicial que imaginara Empédocles. Barrunto de todo ello es la infancia: sin la piel que ahora nos limita, adérmicos, nos dejábamos entonces atravesar por miríadas de seres, por moléculas sutilísimas, fanales de luz, rumores. La ocasión del recuerdo nos ofrece un especial estado de gracia; el presente es la tierra firme donde hacemos pie para poder saltar hacia el pasado. Conocemos que bajo el limo de los días se ocultan abalorios, carbunclos encendidos, que debemos
rescatar.
( Anamnesis: palabra y memoria )
La palabra germina en la matriz de la memoria, y es gracias a la palabra que se activa el proceso evocador: arrastra larvas de la experiencia fugitiva, convocando los espectros anteriores. La palabra es esencialmente simbólica, fragmento que aspira a completarse con la fusión de la realidad vivida: revive, recrea lo ya vivido, aunque cubierto ahora de una pátina de extrañeza, por la distancia que impone el propio devenir, por el alejamiento que provoca la conciencia.
Hablamos para rellenar huecos, fisuras que se extienden en el flujo, discontinuo, de la temporalidad; este es el juego donde se forma y perpetúa la conciencia. Las palabras reflexionan, se doblan hacia atrás recogiendo el reflejo, la impronta de lo pretérito.
Hablamos para retener el instante, para negar brevemente la huida de los seres, para remansar la estampida tumultuosa de su agua desbocada. Pequeñas burbujas de eternidad en el hervor bullicioso del acontecer. Ser consciente es ser hablante. Si el devenir se nos presentara absolutamente homogéneo -uniforme duración- si no distinguiéramos en su textura corrientes, remolinos, áreas de mayor o de menor densidad, jamás se precipitaría la palabra; pues que ella se configura ciertamente para salvar toda clase de discontinuidad o variación, -los pálpitos brownianos: grietas de ese océano vivo y metálico que es el tiempo. Islas, continentes, simas que modulan e impiden la confusión de toda identidad turbia donde nuestra voz no cabe: palabra, como el cayado de Moisés que hiende el cuerpo de las aguas, y lo escinde.
La palabra ha sido modelada con la arcilla del tiempo: es tiempo coagulado, latido en el centro de masa temporal que forma sistemas complejos, cuando atrae hacia si vestigios, briznas, pecios del pasado. Un sistema múltiple, aglomerado, un territorio en donde se contiene, en su brevedad, lo pasajero: ondas que se despliegan, y generan ríos subterráneos que desembocan a otra luz, a otro mar.
La palabra guarda con la experiencia una cercanía de la que carece el concepto, que es, a lo más, palabra descarnada, esqueleto de experiencia que no remite a nada concreto.
El concepto no es vida cristalizada sino cuenco que nada contiene en su interior, huero saco de vientos. Es fruto, sí, de la avaricia de la palabra, de su avidez por nombrar, mera formalidad agigantada del proceso evocador. De ahí que se incline hacia lo no real, lo puramente desmaterializado y exangüe. Su demasía le lleva a pretender ser continente de todo, y, a la postre, de nada. De poco nos sirve el concepto en la dramaturgia de la evocación, ninguna sombra del pasado puede convocarse con su ayuda. Es, a lo más, palabra hinchada y fatua que da paso a lo irreal[7], lo imaginario. Cuando emplazamos el pasado, la palabra nos sirve de guía; decimos: casa, pero no la casa ideal, abstracta, sino la casa aquella vivida, sujeta a las coordenadas de la experiencia; casa que huele a humedad, cuyas paredes encaladas aun podemos acariciar en el recuerdo. Los conceptos, sin embargo, dan frío, y también miedo, apartados como se hallan en su hiperurano inmóvil. Sólo la razón, el logos desprendido de sus adherencias vitales puede pensar objetos como esos.
El cuerpo, cuando piensa, recuerda; y lo hace con palabras vivas. Es otro el cometido de los conceptos: cuando lo abstracto se impone, lo concreto se disipa. El viejo Parménides nos colocó frente al dilema de escoger entre experiencia y razón, opinión y verdad. Son demasiadas las razones de la razón para tener la razón.
La palabra es símbolo, arrastra en su estela alguna porción de realidad, fusiona lo presente con alguna pizca de pasado, a la vez que sondea el devenir. Sintética, no analítica; no crea, recrea. Tal vez cuando sale de los labios divinos posea capacidad ontogénica, no así de los nuestros. A nosotros se nos abandona en el remolino del tiempo, en su revoltijo de anillos que, sin cesar, se alejan. Es metafórica: siempre encaminándose hacia otra parte sin abandonar el sitio donde ahora se encuentra: "Sólo el poeta sabe / mirar lo que está lejos"; lo distante, lo que a lo lejos rutila y se aproxima. La palabra se abandona a un movimiento que aboca a un horizonte huidizo, inapresable, a una incesante imagen que se escapa. Jamás se halla vacía, no es mero continente, sino naturaleza compacta, densa, carnal, y transcendente.
En ocasiones (Gabriel Miró) llega a ser comestible, dejándonos al pronunciarla un regusto a fruta nueva y fresca: a paraíso perdido que, generoso, regresa. El poeta es "un hombre que se contenta con palabras"[8]; cuanto le rodea (y él mismo también) no es más que palabra embozada; se gusta en tocarla, acariciarla, saborearla..., la acerca a su alma y aspira su rumor dulce y áspero. Atiende a lo lejano, a lo todavía inalcanzable que se pone al acecho de la voz. Lo remoto, profundo y secreto, como la pulpa del fruto, como el meollo del bulbo.
Vuelan, las palabras, hacia lo desconocido, absorben el polen y lo alquimian en miel, como abejas que son de lo invisible. El dinamismo de la palabra es remedo de la versatilidad del ser. Si la verdad que ambicionamos es viva no nos será posible capturarla mas que con palabras también vivas. Cuando quedan liberadas de su uso ordinario y presentadas en disposición imprevista, aleándose con otras, las palabras se inflaman, iluminando una región oscurecida de lo real que emerge de su tiniebla para ocupar su lugar junto a nosotros, en la heredad del hombre. Es su capacidad desveladora la que nos hace posible el acceso al hondón del ser, a su amasijo de larvas, a aquello que se agita en el corazón de las cosas y las sostiene.
"Algo -afirma René Menard- estaba allí, disimulado en nosotros, que unas palabras desvelan, algo que aparece, desaparece, reaparece, nos provoca, nos mide, nos juzga, anula nuestras categorías, nos niega y nos crea una nueva intensidad de ser, abre una especie de paso vertiginoso hacia un hogar de unidad presente en el trasfondo de nuestra especie"[9]. Arrebatados a un país de raíces antiguas, de madres remotas, caemos por el túnel de las formas de quienes nos precedieron, y damos en el centro germinal de la especie, en un humus apretado y fecundo, de enorme densidad semántica; y nos absorbe.
Es en el seno de la palabra donde se nos revela su radical ambivalencia; todo centro es ambiguo (su estabilidad proviene de estar siendo de continuo empujado en todas las direcciones). Cada palabra, como Juno, se ubica en el quicio que distingue (une/separa) dos ámbitos: el mundo de lo consciente y el de lo inconsciente. De sus dos faces, la anterior se presenta armoniosa, precisa, dispuesta a referirse a algún objeto o acción; la posterior, es de aspecto informe, y nos comunica con un territorio impreciso y turbio, abigarrado, retrotrayéndonos en una fuga de sonidos que no parece detenerse. Entonces, la palabra ya nada significa por sí sola, sino en tanto se aproxima a otras y se funde con ellas, fiel a su naturaleza fagocitaria que propende a asimilar cuanto se aproxima a su área: orden y desorden conjuntados, diferencia e identidad, caos y cosmos.
Es tarea del poeta esforzarse por lograr que la palabra se libere del uso ordinario que la petrifica; conseguir que se quiebre y muestre la gema que esconde en su interior, como la doncella encantada de los cuentos que despierta por el beso. Cómo hacer para que desvele su brasa originaria, su enorme capacidad semántica, esa avidez suya de referirse a todo: en eso y no en otra cosa reside el oficio de poeta. Para alcanzarlo se precisa que acierte a quebrarla y así acceder a su palpitante corazón.
Al igual que del choque del pedernal nace el destello de la luz que guarda, así, en la metáfora, en el contundente encuentro de la palabra con la palabra, es que puede desvelarse su escondido fuego.
La palabra poética supone la conciencia monista, la experiencia que propende a confundir lo vivido, nunca a diferenciarlo. "Cuando se empieza a ver todo en todo, la manera de expresarse suele volverse más oscura. Se empieza a hablar con la lengua del ángel"[10]. La lengua del ángel es pansémica, como la de Dios cuando aparece ante Job desde el vértigo del remolino; voz inarticulada con que se edifican los mundos. El sujeto poético -también el místico- entiende lo real como un sólo ser homogéneo. La razón poética es, por ello, sintética, proclive a la mezcla y a la confusión, porque la conciencia (¿el inconsciente?) de sobra conoce que en los estratos más profundos del ser no existen perímetros, ni piel, ni compartimentos, sino que "todo es uno y lo mismo", ápeiron adérmico.
Similar entusiasmo aparece en el alma embriagada por la experiencia extática y estética. De esta forma el antiguo aedo creía sentirse poseído por las Musas. El aedo es ciego, y ve. Ve más que los otros mortales. ¿Y qué es lo que ve?, ¿tal vez el orden inexorable del universo? Él es vidente, de lo pasado y de lo porvenir. En la rueda del devenir, el futuro ya ha transcurrido. El aedo "ve lo invisible. El dios que le inspira le descubre, en una suerte de revelación, las realidades que escapan a la mirada humana"[11]. Convocar a las Musas supone arriesgarse a acceder a la inocencia primera, abandonarse al olvido y ser así un no ser lo que somos: regresar al pasado, volver a ser lo que fuimos (sé el que eres). El poeta es músico, oficiante de las Musas, y ellas le revelan el pasado y el futuro[12], cuanto no es presente (el hombre es, en verdad, un animal que desconoce el presente[13]). Tiresias, y Calcas[14], poseen la omnisciencia lírica, son receptáculo de la revelación divina. Hesíodo recibe de las Musas el bastón de la sabiduría (skeptron)[15], y canta un saber prestado. El aedo recita[16]: 'recrea', 'renueva', 'rehace', 'revive', en definitiva, recuerda (y también 'reencarna', 'resucita'). La reminiscencia no es exclusivamente recuperación de lo pretérito, sino también aproximación de lo porvenir, pues, al cabo, el futuro se halla, latente, en la conciencia divina. La presciencia del dios hace que tanto el futuro como el pasado acaben por identificarse en una suerte de inmóvil actualidad. La memoria es potencia, capacidad de doblegar el decurso de los acontecimientos, o revelar el tiempo como una impostura (el presente no es devenir). Saber escuchar, afinar el oído, recuperar la inocencia del oído suficiente para apoderarnos del ruido de los seres. Ellos nos reclaman con sus susurros, porque aspiran a habitar en nuestros labios.
El alma humana cuando en verdad se dirige hacia la naturaleza viva -que, latente, alienta en lo aparentemente inerte- queda por ella atrapada, y empujada al canto, a la danza. Si la gracia de un dios no intercede[17], esa emoción no llega a materializarse en canción (que es, propiamente, cántico, celebración, conmemoración de lo que es). Son las palabras vivas, los espíritus, las almas de seres que nos poseen. Pero cuando el hombre se aparta de ese encantamiento de lo inmediato, se taponan sus oídos -como en los compañeros de Odiseo- y ya nada le es posible escuchar. A lo más el estruendo de las máquinas (motores, turbinas, pistones...), o la estremecedora gelidez de los conceptos. En el alma ensordecida ya no anidan los pájaros fulgurantes de las cosas, su desconcierto le hace incapaz de escaparse (éxtasis) a la morada del ser. La inocencia del ser precisa servirse de labios inocentes. No es primitivismo, sino fineza de alma que se logra mediante un esfuerzo extremo. Es el poeta un alma infantil, pues él (como 'músico') es el representante del habla original[18].
Las Musas, hijas de la Memoria, nos conducen -como las Helíades al joven Parménides- hasta un estadio inicial donde se hace posible la desvelación de lo real; nos restituyen, a través de los capilares de nuestra memoria particular, al epicentro de la vasta memoria que nos nutre y nos abarca, allí donde se aglutinan miríadas de conciencias diminutas que burbujean en el crepitar de sangres iniciales.
El canto de la Musas, igual que el de las Sirenas (que son su máscara), seducen el alma y la conducen hasta los acantilados donde las naves se desarbolan. Son las Madres terribles que nos mecen en su tibio regazo y nos depositan, -embriagados, aletargados-, en las aguas indiferenciadas del olvido que se confunden con las aguas de la muerte. Sabemos de sobra que entre memoria y olvido se establece una relación muy estrecha. El olvido es tanto carencia como exceso de memoria, y en ambos casos hace reventar la finísima piel de nuestra conciencia.
La palabra poética, insistimos, no debe confundirse con el concepto. Es simbólica, metafórica, grávida -y avarienta- de sentido; el concepto es analítico, propende a la división; y ésta es su condena, pues imaginándose autónomo, acaba por creerse pleno de entidad.
Así en Platón, la antipatía que mostraba ante el hacer de los rapsodas; éstos no desvelan el ser, nada más repiten (mímesis) el dictado divino, las antiguas leyendas. Platón destierra de su Calípolis a los poetas porque ve en ellos el riesgo de lo inmóvil, el ejercicio de una memoria que hace imposible cualquier innovación, que impide que aparezcan un nuevo orden a partir del pasado. El poeta desterrado, para Platón, es el sacerdote que se afana en conservar el vano pasado, la edad antigua y yerma que no genera realidad futura.
( La infancia de las palabras )
La razón de que la palabra poética se constituya en la pulsión regresiva (o mejor, en la abolición del presente), se debe a la infancia que, desde su lejana presencia nos reclama con una sed inagotable, es allí donde la conciencia particular reconoce el polo del campo de atracción que ahora la seduce[19]. Fue entonces, en la infancia, cuando tuvo lugar la metamorfosis del inconsciente en consciencia. Aquel niño que fuimos se sintió extraviado entre las cosas por más que iba, paulatinamente, desprendiéndose de ellas. Si antaño el niño no supo distinguirse de la madre, si su piel se extendía hasta abarcar las cosas que le rodeaban, esa conciencia de confusión, de adermia, no habrá de abandonarle jamás. El lenguaje prelógico va con torpeza articulándose en este paulatino proceso de demarcación. La infancia es venero de la voz: cada palabra que ahora pronunciamos si la dejáramos libre, a su inercia, regresaría por sí misma a aquél su lugar natural: a la estación primera en donde el espíritu se dilataba en los confines de la mirada, allí donde la naturaleza era alma también, enorme, sin mancha, sin piel. Recordar, recordar..., una y otra vez, para el olvido. Compulsivamente, hasta abolir el presente y mutarlo en pasado, hasta lograr que lo porvenir se diluya en el torbellino de lo pretérito. Amamos la altura del pájaro cuando acaricia el cielo, pero nos emociona sentirlo, cálido, en nuestras manos. "El hombre sabe muy bien que en sí mismo existen posibilidades de felicidad o de grandeza de las cuales se ha apartado. Ciertos seres, en particular, traen al mundo esta nostalgia: los poetas son aquellos que, no contentos con expresar las voces interiores, tienen la temible audacia de seguirlas hasta las más peligrosas aventuras (...). Saben que no es una cosa tan natural ser un hombre en esta tierra. Una especie de reminiscencia enclavada en toda criatura, pero capaz, en ellos, de súbitas resurrecciones, les enseña que hubo un tiempo lejanísimo en que la criatura, en sí misma más armoniosa y menos dividida, encajaba sin dificultad en la armonía de la naturaleza (...). Y quien está dotado de esta memoria se pone a esperar, porque adivina dentro de sí, adormecidos pero capaces de despertar, los gérmenes que dejaron esas épocas infantiles"[20].
Nuestra dicha es regresar, pero no únicamente para mimetizar lo ocurrido, sino para recrearlo desde la experiencia creciente de nuestro caudal de existencia. La tensión entre la experiencia acumulada y la inconsciencia primitiva desencadena una especial fruición (recreo) que alcanza su cumbre en el encuentro. La experiencia estética tiene bastante que ver con esa fusión, con esa reminiscencia. El trascurso de los años no borra épocas anteriores sino que las conserva bajo las nuevas capas de experiencia; de manera que el hecho estético nace al originarse un 'arco voltaico', cuando el presente se conexiona con algún momento dichoso guardado en el reservorio de la memoria. "
El poeta es el genio del recuerdo, que no puede hacer ninguna otra cosa sino recordar y admirar lo que fue hecho"[21]. Esa pulsión por volver, por regresar de nuevo (y aglutinar presente con pasado), una y otra vez, configura nuestra conciencia, recupera la escenografía del principio, el espacio en donde emergió -de un borboteo, rumor de aguas, tumulto- el verbo. Y tras el verbo, custodiándolo, la enmudecida presencia de Dios[22].
La infancia no fue feliz, ni desgraciada, fue otra edad; este alborozo que ahora nos colma se ha hecho posible porque, merced a la palabra, pudimos convocar lo vivido, y lo hicimos a nuestro antojo. Así quiero imaginarme cualquier paraíso, celestial o no, un Edén con las dimensiones de la memoria, como un inagotable calidoscopio que nos permita permutar indefinidamente cuanto hubimos amado. Las palabras que configuran el poema nos reclaman desde lo distante, por eso es que "un exceso de infancia es un germen de poema"[23]. Un exceso de infancia, su permanente oleaje, la ductibilidad del alma para poder acceder a ese espacio pretérito, y guarecerse en él, siendo niños de continuo. Además de oportunos son desveladores los versos de Jean Tardieu, cuando de sí mismo escribe que es "un hombre que simula envejecer / aprisionado en su infancia"[24].
El tiempo descubre su impostura, fue celada; nunca existió para la memoria, sólo la impenetrable duración de los seres; gracias a la memoria el tiempo se espacializa, y los acontecimientos pueden entrecruzarse en las coordenadas de su mapa: y, aquí y ahora, puedo seguir con mis pupilas, otra vez, el vuelo pardo del zorzal y aspirar el perfume blanco y limpio de aquella azucena. Y adentrarme, también, en la tiniebla oscura y cálida de la madre. La palabra poética nos viene de una lejanía que habita entre nosotros, de la apartada (y compañera) infancia, del país donde se fraguan los mitos[25]. Así lo han creído numerosos pensadores y poetas, y lo podemos constatar si interrogamos a nuestra propia alma: "todos los poetas escriben con el sentido primero de las palabras, es decir, con su infancia"[26].
La lengua infantil es radicalmente simbólica, sus palabras siempre acaban por encontrar aquello que nombran. En su origen, la lengua es exageradamente polisémica: propende a decirlo todo. Las palabras antaño se atraían sin que razón alguna (sentido común, utilidad) le impusiera un determinado orden. Como seres ingrávidos flotaban sobre la superficie de las cosas, depositándose caprichosamente sobre ellas. La palabra señalaba una realidad que no era propiamente objetiva, ni subjetiva tampoco, pues aún no se había mostrado contundentemente la dicotomía sujeto-objeto. Lo real para el niño es múltiple y lábil; todavía no se ha constituido suficientemente la conciencia que habrá de hacer distinciones, y que atribuirá al mundo su solidez y permanencia. El alma del niño se deja arrastrar por la marea de su sangre y de su respiración, habitando una región fronteriza entre el sueño y la vigilia. El poeta, niño disfrazado, se abandona al revuelto caudal de las palabras que, disociadas de su uso frecuente (Freud), le empujan al pasado. Anamnesis. Recuerdo no tanto de los hechos que acontecieron sino de algo que los precede y fundamenta. Afán por asir con la palabra aquello que no es posible tocar con nuestras manos. "Mnemosine nos enseña que lo que tenemos que recuperar es precisamente el origen de todos nuestros recuerdos, ese punto en el que todavía no ha comenzado el tiempo"[27]. Cada uno reproduce a su manera la experiencia de la especie, fiel a una suerte de ley ontogenética del espíritu. Retornar al tiempo sin tiempo, desnudo, al tiempo justo (kairós), al instante axial que reúne, conciliándolo, el devenir. Y la palabra es, para el poeta, el instrumento mediador de esa aventura. Es verdad que "la esencia del arte es nostalgia del Otro Mundo"[28]. ¿Por qué no ha de ser nuestra palabra un exacto y fiel retrato de lo que se manifiesta?, ¿por qué no hemos de decir justamente lo que acaece? La palabra humana surge de la escisión entre alma y mundo y, paradójicamente, es su función rellenar ese abismo; posee una movilidad que, por más que el uso común lo pretenda, la hace incapaz para referirse a un objeto que, de otra parte, también se encuentra sometido al flujo del devenir. La palabra siempre cubre y descubre, siempre transgrede.
Si tiene razón Georg Groddeck al afirmar, como vimos ya, que el sentido de nuestra existencia consiste revivir al niño que fuimos, habríamos de reconocer en el lenguaje poético, junto a otras, esta función psicológica (por no decir soteriológica). La abolición del futuro, la posibilidad del regreso, la negación de la conciencia. El poeta aspira a la primitividad del lenguaje en tanto que procura aquella beatitud edénica del origen: "Para el hombre que habla, las palabras son domésticas; para el poeta, permanecen en estado salvaje"[29]. La capacidad que esconden las palabras, su potencial semántico queda relegado en su uso ordinario; sólo la conciencia nostálgica y atenta puede adentrarse en su interior y liberar su enorme hoguera. La palabra es el pan del poeta, y su vino; el alimento del que se nutre su alma y vigoriza su cuerpo. Para obtener de ellas la riqueza que encierran se precisa recogimiento y abandono, una segunda inocencia. Internarse en su corazón secreto, insistimos, no es fácil, las palabras precisan saberse amadas, solicitadas, y no se entregan de inmediato a cualquier aprendiz de seductor.
Ese estado de conciencia que es la dejación estética del alma, su abandono, facilita que pueda salir de sí misma y aproximarse a lo demás, a lo inconsciente como afirma Friedrich Schiller[30], que es el ámbito en donde adquieren su levedad las palabras, la alegría de su aérea libertad, de su luz verdadera. Cuando el poeta principia su tarea sabe que se adentra en un follaje desconocido (per una selva oscura), en un boscaje de vegetación viciosa, enmarañado de castaños y robles, de musgos y muérdagos. Allí parecen fundirse miríadas de voces: aguas, aves, ramas, viento... Es un territorio ignoto pero, de esa algarabía, de esa confusión, comienzan a erguirse, delimitándose en claros, rumores que se articulan en palabras, discernibles ya para el oído. Escribe a este respecto José Ángel Valente: "El comienzo de un poema (...) es siempre mucho más azaroso e infinitamente más precario. Todo movimiento creador auténtico es en principio un tanteo vacilante en lo oscuro"[31]. El poeta va tejiendo una urdimbre que no puede prever porque se configura justamente en su inmediato hacer.
La palabra emerge de una substancia averbal y, tras sus avatares, regresará al indiferenciado magma del que se desprendió[32]. Las palabras son mensajeras del silencio, pues silencio no es negación de la palabra, sino su confirmación y su sustento. La genealogía de la palabra a él nos conduce. El silencio es el lugar natural de la palabra: de él surge y a él se encamina. La vida de la palabra forma un arco, una parábola sobre el océano de lo averbal. Tal vez el silencio sea la palabra (la Palabra), la sola y única palabra[33]: sin escisiones, sin grietas, sin pausas en donde se instala nuestro decir. La memoria sirviéndose de la palabra procura eternidad[34], la inocencia del paraíso, el devenir inmaculado al margen de los valores, el "asilo cerrado / de nuestra niñez maravillada"[35]. En ese estado de gracia es donde el decir poético alcanza su plenitud, su más alta cima, cuando el objeto más leve, el ruido más insignificante nos traslada a aquella otra edad: "Una regadera, un rastrillo olvidado en el suelo, un perro al sol, un pobre cementerio, un lisiado, una pequeña casa de campesinos, todos ellos pueden convertirse en cuenco de revelación"[36].
MIGUEL FLORIÁN RÁBANOS GONZÁLEZ
IES ‘Murillo’, Sevilla
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[1]. George Santayana, Diálogos en el limbo.
[2]. G. Groddeck, Sobre el Ello.
[3]. "¿Cómo podrás morirte un día, Narciso, sino tienes madre? Sin Madre no es posible amar. Sin Madre no es posible morir". Hermann Hesse, Narciso y Goldmundo.
[4]. Norman O. Brown, El cuerpo del amor.
[5]. "A Lestrigones ni a Cíclopes, / ni al fiero Poseidón hallarás nunca, / si no los llevas dentro de tu alma, / si no es tu alma quien ante ti los pone". Constantino Cavafis, Itaca.
[6]. Giorgio Colli, La sabiduría griega.
[7]. Enrique Pajón, El ser y el hombre.
[8]. Nikos Kazantzakis, Alexis Zorba.
[9]. René Menard, La experiencia poética.
[10]. Georg Ch. Lichtenberg. Aforismos, F-47
[11]. Jean-Pierre Vernant, Mito y pensamiento en la Grecia antigua, II
[12]. "Infundiéronme voz divina para celebrar el futuro y el pasado". Hesíodo, Teogonía, 32
[13]. "El hombre es el único animal que desconoce el presente". Oscar Kiss Maerth, El principio era el fin.
[14]. Homero, Iliada, I, 70
[15]. Teogonía, 28
[16]. 'Recita', vuelve a citar, convoca de nuevo.
[17]. "Se sabe que algo precede a la palabra humana: esto debe ser escuchado y vivenciado antes que la boca pueda ser perceptible para el oído, y se sabe también que esa voz inspirada, llena de secretos, que precede al habla armoniosa de los hombres, pertenece a la misma naturaleza de la cosa como una manifestación divina que se deja revelar con su esencia y con su excelsitud". Walter F. Otto, Las musas
[18]. Walter F. Otto, Las musas
[19]. "En el mundo nadie siente las cosas nuevas con la fuerza que las siente el niño. El niño se estremece ante ese olor como el perro ante las huellas de la liebre y experimenta una locura que después, cuando somos mayores, se llama inspiración". Isaac Bábel, Relatos de Odesa, 'Historia de mi palomar'.
[20]. Albert Béguin, El alma romántica y el sueño.
[21]. Sören Kierkegaard, Temor y temblor.
[22]. "Todo poema tiene a Dios por testigo -y corazón y tabernáculo verdadero-. / Todo canto es sustancia divina, aun con Dios ausente". Pierre Jean Jouve, Melodrama.
[23]. Gaston Bachelard, Poética de la ensoñación.
[24]. Jours pétrifiés
[25]. "Los mitos son creados por adultos mediante la regresión a las fantasías de la infancia, y el héroe se forja y nutre de la historia infantil personal del autor del mito". Otto Rank, El mito del nacimiento del héroe.
[26]. Ilhan Berk, Veterano del mar
[27]. Giorgio Colli, La sabiduría griega
[28]. H. A. Murena, La metáfora y lo sagrado.
[29]. Jean Paul Sartre, Qué es literatura.
[30]. "La experiencia nos enseña que el único punto de partida del poeta es el inconsciente (...), y la poesía, si no me equivoco, consiste precisamente en saber cómo expresar y comunicar ese inconsciente". Carta a Goethe, 27.03.1801
[31]. Las palabras de la tribu Umbral.
[32]. "Nos visitan larvas de que apenas somos responsables". Alfonso Reyes, La experiencia literaria.
[33]. "I un mot, el Mot, era el parlar comú (Y una palabra, la Palabra, era el hablar común)". J. V. Foix, On he déixat les claus.
[34]. "La memoria es la lucha contra el poder mortífero del tiempo en nombre de la eternidad". Nicolás Berdiaev, El sentido de la Historia.
[35]. Eugenio Montale, Huesos de sepia.
[36]. Hugo von Hofmannsthal, Carta a Lord Chandos.
IRAK, CINCO AÑOS EN GUERRA.
ANDRÉS ORTEGA Irak, cinco años en guerra
La guerra, escamoteada
ANDRÉS ORTEGA 17/03/2008
Cuando va a cumplir cinco años, pese a la tragedia diaria, la guerra de Irak se va desvaneciendo. Parecía difícil que en el III Foro de Bruselas, dedicado a las relaciones transatlánticas y a un repaso de los problemas del mundo, se pudiera prácticamente pasar de puntillas sobre este conflicto. Y sin embargo, así ha sido. De la cuestión que más ha separado a los europeos y a algunos de éstos de Estados Unidos ha dejado políticamente de existir. Así el (aún por unos días) primer ministro belga Guy Verhofstadt -y no fue el único sino que respondió a una tónica general- pudo hablar del conflicto entre palestinos e israelíes para saltar directamente, si acaso pasando por Irán, a Afganistán, donde supuestamente se encuentra ahora el gran caladero de terroristas yihadistas, sin pasar casi por Irak, como si no se hubieran generado vasos comunicantes entre ambos conflictos, o como si la guerra que empezó EE UU en 2003 no hubiera cambiado profundamente la ecuación de poder en toda la región.
Ni los republicanos ni los demócratas tienen interés en que se hable de la guerra de Irak.
El German Marshall Fund, que organiza el foro, ha realizado un estudio que demuestra que por la guerra de Irak Estados Unidos perdió gran parte de su prestigio en el mundo y especialmente en Europa, sin recuperarlo. El deterioro de la imagen de Bush ha arrastrado a la del país. Si una mayoría de los europeos (64%) consideraba en 2002 deseable el liderazgo de Estados Unidos en los asuntos mundiales (frente a 31% que lo veía como indeseable), a finales de 2007 esta visión se había invertido (36%, frente a 58%). Hay, sin embargo, una gran diferencia a este respecto entre la opinión pública y la de las élites. Quizás porque los dirigentes europeos prefieren mirar para otro lado, como si Irak no existiese.
El debate se centró más en Afganistán, "una guerra en la que la OTAN no está teniendo éxito", según vino a recordar en tono algo irritado (por las constantes críticas a Rusia en este foro) Konstantin Kosachev, presidente de la Comisión de Exteriores de la Duma rusa. No hay estrategia de salida. Y cabe recordar que algunos de los males que tanto daño han hecho a la imagen de EE UU empezaron en la guerra legal (por tener apoyo del Consejo de Seguridad de la ONU) de Afganistán, como los vuelos secretos de la CIA, la tortura a prisioneros, o Guantánamo. Mientras, redoblan las presiones de Estados Unidos y Canadá para que no haya diferencias en la contribución de los aliados de la OTAN a las actividades en Afganistán, pues algunos (como alemanes y españoles, entre otros) pretenden evitar entrar en misiones abiertas de combate.
La Administración de Bush tiene interés en que se hable poco de Irak, para no dañar las posibilidades del candidato republicano John McCain a la Casa Blanca. Washington pretende estabilizar la situación militar y no meterse demasiado en la estabilización de la situación política, pues llevaría a poner sobre la mesa la permanencia de las tropas de Estados Unidos, y sacar la guerra de la agenda política. Y los demócratas tampoco tienen gran interés en agitarla, dados los progresos en Irak, al menos hasta hace poco.
Irak es la primera prioridad en materia exterior y de seguridad en una campaña electoral en curso en EE UU, ahora dominada, sin embargo, por la economía. Si los europeos no hablan con los americanos de Irak, éstos sí lo hacen entre sí, como quedó claro en un debate entre asesores de Hillary Clinton y de McCain. Ambos campos pretenden salir de Irak (sin fecha clara), pero "sin perder". McCain defiende incluso una victoria para EE UU, aunque necesite el tiempo que sea para lograr este fin.
No es sólo la Administración de Bush la que ha suministrado una dosis de anestesia a la opinión pública de EE UU sobre la guerra. Según un estudio del Centro Pew, sólo un 28% de los ciudadanos adultos son capaces de acertar que unos 4.000 estadounidenses han muerto en este conflicto, frente a 54% en agosto pasado. La mayor caída se da entre los republicanos. El estudio se apoya en el Índice de Noticias publicado por el Proyecto para la Excelencia en Periodismo de EE UU, según el cual, el porcentaje de noticias dedicadas a la guerra ha caído de 15% de media en julio pasado, a 3% en febrero de 2008. Hasta finales de ese mes, y desde mediados de octubre, no ha sido la noticia principal. La conclusión es que la conciencia sobre este conflicto entre el público estadounidense ha bajado tanto como la cobertura de los medios de comunicación
La guerra, escamoteada
ANDRÉS ORTEGA 17/03/2008
Cuando va a cumplir cinco años, pese a la tragedia diaria, la guerra de Irak se va desvaneciendo. Parecía difícil que en el III Foro de Bruselas, dedicado a las relaciones transatlánticas y a un repaso de los problemas del mundo, se pudiera prácticamente pasar de puntillas sobre este conflicto. Y sin embargo, así ha sido. De la cuestión que más ha separado a los europeos y a algunos de éstos de Estados Unidos ha dejado políticamente de existir. Así el (aún por unos días) primer ministro belga Guy Verhofstadt -y no fue el único sino que respondió a una tónica general- pudo hablar del conflicto entre palestinos e israelíes para saltar directamente, si acaso pasando por Irán, a Afganistán, donde supuestamente se encuentra ahora el gran caladero de terroristas yihadistas, sin pasar casi por Irak, como si no se hubieran generado vasos comunicantes entre ambos conflictos, o como si la guerra que empezó EE UU en 2003 no hubiera cambiado profundamente la ecuación de poder en toda la región.
Ni los republicanos ni los demócratas tienen interés en que se hable de la guerra de Irak.
El German Marshall Fund, que organiza el foro, ha realizado un estudio que demuestra que por la guerra de Irak Estados Unidos perdió gran parte de su prestigio en el mundo y especialmente en Europa, sin recuperarlo. El deterioro de la imagen de Bush ha arrastrado a la del país. Si una mayoría de los europeos (64%) consideraba en 2002 deseable el liderazgo de Estados Unidos en los asuntos mundiales (frente a 31% que lo veía como indeseable), a finales de 2007 esta visión se había invertido (36%, frente a 58%). Hay, sin embargo, una gran diferencia a este respecto entre la opinión pública y la de las élites. Quizás porque los dirigentes europeos prefieren mirar para otro lado, como si Irak no existiese.
El debate se centró más en Afganistán, "una guerra en la que la OTAN no está teniendo éxito", según vino a recordar en tono algo irritado (por las constantes críticas a Rusia en este foro) Konstantin Kosachev, presidente de la Comisión de Exteriores de la Duma rusa. No hay estrategia de salida. Y cabe recordar que algunos de los males que tanto daño han hecho a la imagen de EE UU empezaron en la guerra legal (por tener apoyo del Consejo de Seguridad de la ONU) de Afganistán, como los vuelos secretos de la CIA, la tortura a prisioneros, o Guantánamo. Mientras, redoblan las presiones de Estados Unidos y Canadá para que no haya diferencias en la contribución de los aliados de la OTAN a las actividades en Afganistán, pues algunos (como alemanes y españoles, entre otros) pretenden evitar entrar en misiones abiertas de combate.
La Administración de Bush tiene interés en que se hable poco de Irak, para no dañar las posibilidades del candidato republicano John McCain a la Casa Blanca. Washington pretende estabilizar la situación militar y no meterse demasiado en la estabilización de la situación política, pues llevaría a poner sobre la mesa la permanencia de las tropas de Estados Unidos, y sacar la guerra de la agenda política. Y los demócratas tampoco tienen gran interés en agitarla, dados los progresos en Irak, al menos hasta hace poco.
Irak es la primera prioridad en materia exterior y de seguridad en una campaña electoral en curso en EE UU, ahora dominada, sin embargo, por la economía. Si los europeos no hablan con los americanos de Irak, éstos sí lo hacen entre sí, como quedó claro en un debate entre asesores de Hillary Clinton y de McCain. Ambos campos pretenden salir de Irak (sin fecha clara), pero "sin perder". McCain defiende incluso una victoria para EE UU, aunque necesite el tiempo que sea para lograr este fin.
No es sólo la Administración de Bush la que ha suministrado una dosis de anestesia a la opinión pública de EE UU sobre la guerra. Según un estudio del Centro Pew, sólo un 28% de los ciudadanos adultos son capaces de acertar que unos 4.000 estadounidenses han muerto en este conflicto, frente a 54% en agosto pasado. La mayor caída se da entre los republicanos. El estudio se apoya en el Índice de Noticias publicado por el Proyecto para la Excelencia en Periodismo de EE UU, según el cual, el porcentaje de noticias dedicadas a la guerra ha caído de 15% de media en julio pasado, a 3% en febrero de 2008. Hasta finales de ese mes, y desde mediados de octubre, no ha sido la noticia principal. La conclusión es que la conciencia sobre este conflicto entre el público estadounidense ha bajado tanto como la cobertura de los medios de comunicación
LIBERTAD PARA EL TIBET- PEKIN COMITE OLIMPICO INTERNACIONAL RUPERT MURDOCH -BUSH BLAIR CONTROL DE INTERNET DALAI LAMA
17 marzo, 2008 - Lluís Bassets
Libertad para el Tíbet
Hay una nueva forma de acción política, directamente vinculada a la globalización y a las nuevas tecnologías. Se puede ilustrar con numerosos casos pero el que me importa traer hoy a colación es el de la revuelta del Tíbet, en el 49 aniversario de otra revuelta que llevó al Dalai Lama al exilio. El régimen de Pekín, a diferencia de lo que sucedió en otros casos, cuenta con el auxilio de fuerzas muy potentes: nadie quiere desestabilizar hoy en día a la República Popular China, una de las locomotoras de la economía mundial, que proporciona mano de obra barata a la nueva economía capitalista y utiliza sus ahorros para financiar el déficit norteamericano. Buena prueba de esta excelente disposición hacia el régimen de Pekín son las declaraciones y actitudes del Comité Olímpico Internacional, cuyo principal interés estriba en la celebración de los Juegos este próximo verano, sin que importen mucho ni la actual protesta tibetana, ni el apoyo al régimen sudanés, ni por supuesto la libertad de expresión y de movimientos de los atletas.
El régimen tiene a favor muchos elementos de la globalización, pero también hay otros que juegan en contra. La rapidez de reacción en todo el mundo ante la represión, la velocidad de transmisión de las noticias, el alcance de la figura del Dalai Lama, todo ello difícilmente se explicaría sin los teléfonos móviles y sus sms o sus fotos digitales, Internet y sus chats, portales y blogs. No existe ya la impermeabilidad del telón de acero, que permitía a los regímenes comunistas reprimir las revueltas a puerta cerrada y sin los focos del exterior. El comunismo chino en cambio utiliza también otros instrumentos de la globalización y reacciona con buenos reflejos. Su diplomacia se mueve y hace llegar su versión de los hechos. Hay incluso argumentos de fondo que caen en terreno occidental bien abonado: la invasión china terminó con un régimen feudal, la inmigración de los chinos de etnia han lleva consigo la modernización y la riqueza, la reacción tibetana fácilmente puede presentarse como etnicista y antichina (sobre todo cuando se dan todos los elementos para que se produzcan desbordamientos y provocaciones violentas, que convienen perfectamente al régimen).
Estos argumentos nos suenan a todos en los oídos en el interminable debate sobre los nacionalismos: cuando un pueblo se levanta suelen surgir los argumentos presuntamente universalistas que terminan justificando el supremacismo implícito de las etnias, lenguas y culturas mayoritarias. Pero también los argumentos contrarios pertenecen al universo que ha estallado con el nuevo mundo global, en el que sufren un realce las identidades, los localismos y la proximidad. Me cuesta imaginar un futuro de imperios homogéneos, y más bien barrunto que vamos hacia grandes uniones más laxas articuladas en unidades muy fragmentadas. La actual estructura centralizada de China es claramente incompatible con las libertades y la democracia, de forma que el día en que el gran Imperio del Centro entre de verdad en una transición política ésta deberá traducirse en una auténtica liberación de las energías periféricas.
Desventaja enorme de la globalización para el régimen chino es su vertiente judicial. No olvidemos que la Audiencia Nacional española aceptó a trámite una denuncia por genocidio en el Tíbet contra siete altos dirigentes chinos, entre los que se halla el ex presidente Jiang Zemin y el ex primer ministro Li Peng. Lo que fue fatal para Pinochet, pues terminó prendiendo en la justicia de su propio país, inquieta ahora enormemente a las autoridades de Pekín. Aunque la fiscalía española pleiteó a favor de su inadmisión, a las autoridades chinas les cuesta entender que un tribunal español se inmiscuya en sus asuntos internos. Tampoco el Gobierno español recibió al Dalai Lama en su tournée europea, a diferencia de Angela Merkel, que luego ha tenido que arrostrar las consecuencias de una crisis diplomática con China.
El régimen chino se ha esforzado en hacer las cosas lo mejor posible en su camino hasta los Juegos Olímpicos. Pero a la vista está que no ha terminado de hacer los deberes. La contaminación, la falta de libertades y la inflexibilidad del Partido Comunista ante los nacionalismos uigur y tibetano les puede ahora estallar en la cara a pocos meses de la gran cita deportiva internacional. El régimen ha dado pasos importantes, como hacerse con la simpatía del mayor empresario de medios neocon que es Rupert Murdoch, principal mentor mediático de Blair y Bush y brazo periodístico de la invasión de Irak. Para el magnate australiano-norteamericano todo lo que valía para las dictaduras árabes o para Cuba debe leerse con indulgencia y comprensión cuando se refiere a China. Su control de Internet, con la complicidad de grandes empresas tecnológicas como Google, es otro de los factores que cuentan. Pekín también ha dado órdenes de cuidar algo más su política exterior en relación a los derechos humanos: el despliegue de una fuerza europea en Darfur se debe precisamente a la mayor flexibilidad de China, que protege al responsable de la catástrofe y de la guerra, el vecino Sudán petrolero.
Pero todo esto no basta: el mayor error de Pekín es no haber entablado un diálogo con el Dalai Lama, que tiene un enorme prestigio en el mundo y en la propia China. El jefe espiritual de los tibetanos dice que no quiere la independencia sino una amplia autonomía, al estilo de las que conocemos los europeos y concretamente los españoles. Pero las autoridades de Pekín reaccionan como quienes yo me sé: están seguros de que los nacionalistas tibetanos piden primero el dedo meñique pero quieren terminar quedándose con el brazo entero. Por eso prefieren no darles nada y mandar en cambio a su guardia civil y si hace falta la división Brunete.
Libertad para el Tíbet
Hay una nueva forma de acción política, directamente vinculada a la globalización y a las nuevas tecnologías. Se puede ilustrar con numerosos casos pero el que me importa traer hoy a colación es el de la revuelta del Tíbet, en el 49 aniversario de otra revuelta que llevó al Dalai Lama al exilio. El régimen de Pekín, a diferencia de lo que sucedió en otros casos, cuenta con el auxilio de fuerzas muy potentes: nadie quiere desestabilizar hoy en día a la República Popular China, una de las locomotoras de la economía mundial, que proporciona mano de obra barata a la nueva economía capitalista y utiliza sus ahorros para financiar el déficit norteamericano. Buena prueba de esta excelente disposición hacia el régimen de Pekín son las declaraciones y actitudes del Comité Olímpico Internacional, cuyo principal interés estriba en la celebración de los Juegos este próximo verano, sin que importen mucho ni la actual protesta tibetana, ni el apoyo al régimen sudanés, ni por supuesto la libertad de expresión y de movimientos de los atletas.
El régimen tiene a favor muchos elementos de la globalización, pero también hay otros que juegan en contra. La rapidez de reacción en todo el mundo ante la represión, la velocidad de transmisión de las noticias, el alcance de la figura del Dalai Lama, todo ello difícilmente se explicaría sin los teléfonos móviles y sus sms o sus fotos digitales, Internet y sus chats, portales y blogs. No existe ya la impermeabilidad del telón de acero, que permitía a los regímenes comunistas reprimir las revueltas a puerta cerrada y sin los focos del exterior. El comunismo chino en cambio utiliza también otros instrumentos de la globalización y reacciona con buenos reflejos. Su diplomacia se mueve y hace llegar su versión de los hechos. Hay incluso argumentos de fondo que caen en terreno occidental bien abonado: la invasión china terminó con un régimen feudal, la inmigración de los chinos de etnia han lleva consigo la modernización y la riqueza, la reacción tibetana fácilmente puede presentarse como etnicista y antichina (sobre todo cuando se dan todos los elementos para que se produzcan desbordamientos y provocaciones violentas, que convienen perfectamente al régimen).
Estos argumentos nos suenan a todos en los oídos en el interminable debate sobre los nacionalismos: cuando un pueblo se levanta suelen surgir los argumentos presuntamente universalistas que terminan justificando el supremacismo implícito de las etnias, lenguas y culturas mayoritarias. Pero también los argumentos contrarios pertenecen al universo que ha estallado con el nuevo mundo global, en el que sufren un realce las identidades, los localismos y la proximidad. Me cuesta imaginar un futuro de imperios homogéneos, y más bien barrunto que vamos hacia grandes uniones más laxas articuladas en unidades muy fragmentadas. La actual estructura centralizada de China es claramente incompatible con las libertades y la democracia, de forma que el día en que el gran Imperio del Centro entre de verdad en una transición política ésta deberá traducirse en una auténtica liberación de las energías periféricas.
Desventaja enorme de la globalización para el régimen chino es su vertiente judicial. No olvidemos que la Audiencia Nacional española aceptó a trámite una denuncia por genocidio en el Tíbet contra siete altos dirigentes chinos, entre los que se halla el ex presidente Jiang Zemin y el ex primer ministro Li Peng. Lo que fue fatal para Pinochet, pues terminó prendiendo en la justicia de su propio país, inquieta ahora enormemente a las autoridades de Pekín. Aunque la fiscalía española pleiteó a favor de su inadmisión, a las autoridades chinas les cuesta entender que un tribunal español se inmiscuya en sus asuntos internos. Tampoco el Gobierno español recibió al Dalai Lama en su tournée europea, a diferencia de Angela Merkel, que luego ha tenido que arrostrar las consecuencias de una crisis diplomática con China.
El régimen chino se ha esforzado en hacer las cosas lo mejor posible en su camino hasta los Juegos Olímpicos. Pero a la vista está que no ha terminado de hacer los deberes. La contaminación, la falta de libertades y la inflexibilidad del Partido Comunista ante los nacionalismos uigur y tibetano les puede ahora estallar en la cara a pocos meses de la gran cita deportiva internacional. El régimen ha dado pasos importantes, como hacerse con la simpatía del mayor empresario de medios neocon que es Rupert Murdoch, principal mentor mediático de Blair y Bush y brazo periodístico de la invasión de Irak. Para el magnate australiano-norteamericano todo lo que valía para las dictaduras árabes o para Cuba debe leerse con indulgencia y comprensión cuando se refiere a China. Su control de Internet, con la complicidad de grandes empresas tecnológicas como Google, es otro de los factores que cuentan. Pekín también ha dado órdenes de cuidar algo más su política exterior en relación a los derechos humanos: el despliegue de una fuerza europea en Darfur se debe precisamente a la mayor flexibilidad de China, que protege al responsable de la catástrofe y de la guerra, el vecino Sudán petrolero.
Pero todo esto no basta: el mayor error de Pekín es no haber entablado un diálogo con el Dalai Lama, que tiene un enorme prestigio en el mundo y en la propia China. El jefe espiritual de los tibetanos dice que no quiere la independencia sino una amplia autonomía, al estilo de las que conocemos los europeos y concretamente los españoles. Pero las autoridades de Pekín reaccionan como quienes yo me sé: están seguros de que los nacionalistas tibetanos piden primero el dedo meñique pero quieren terminar quedándose con el brazo entero. Por eso prefieren no darles nada y mandar en cambio a su guardia civil y si hace falta la división Brunete.
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