sábado, 29 de noviembre de 2008

MARIA REICHE.

La mujer que barría el desierto


Fue la matemática y arqueóloga que descifró las famosas Líneas de Nazca, el misterio de un tablero de dibujos de origen prehispánico trazados en la inmensidad del desierto peruano. Esa “mujer que barría el desierto” –como la llamaban los lugareños que la observaban trabajar entre el calor y la aridez de los pedregales– contribuyó con sus investigaciones a develar una porción invalorable de la cultura indoamericana.

UN MONO SOBERBIO ENROSCABA CON SU COLA EL SUELO ROJIZO.

María Reiche nació en Dresden, Alemania, un 15 de mayo de 1903. A los 25 años aprobó el examen superior de magisterio en Matemáticas, Física, Filosofía, Pedagogía y Geografía. Tras recibirse, sólo conseguía empleos temporarios hasta que el cónsul alemán en Cuzco, que buscaba una institutriz, la seleccionó entre más de 80 candidatas para educar a sus hijos.
Cuando llegó por primera vez a Perú, en febrero de 1932, Reiche quedó encantada con los paisajes andinos y la infinitud de misterios que parecían envolverlo todo con una cierta aura ancestral. A fines de 1937 decidió establecerse en Lima, donde puso un aviso en el periódico ofreciendo sus servicios como profesora de alemán.
Mientras preparaba sudarios en el Museo de Arqueología de Lima y traducía textos científicos, se ganaba la vida dando masajes, clases de alemán, de inglés y de gimnasia. Además ayudaba a una amiga inglesa, Amy Meredith, dueña de un importante salón de té limeño donde acudían importantes personalidades de la intelectualidad y sociedad peruana.
Precisamente, fue en ese cafetal donde conocería al doctor Paul Kosok, científico norteamericano que en 1939 había descubierto la existencia de unas líneas dibujadas en el desierto, utilizadas –según creía– por los antiguos astrónomos peruanos como un gigantesco calendario solar y lunar. Arqueólogo especialista en antiguos sistemas de riego, Kosok buscaba a alguien que pudiera traducir sus artículos del inglés al castellano y María, que había quedado maravillada con el enigma de esas líneas fantásticas inscriptas en los pedregales, aceptó el desafío y partió rumbo a Nazca.

Leyendo entre lineas
Kosok le había pedido que examinara aquellas líneas rectas que aparecían como extrañas depresiones en el desierto, porque suponía que no se trataba de zanjas de riego como muchos inferían en un principio, sino que se estaba ante la presencia de un auténtico calendario astronómico. El 22 de junio, día del solsticio de verano, había observado que la línea sobre la que se encontraba en ese momento seguía exactamente al sol en el horizonte. En diciembre de 1941, Reiche verificaría esta teoría.
Su trabajo de investigación no continuó hasta el fin de la II Guerra Mundial, en 1946, ya que por su condición de alemana tenía terminantemente prohibido salir de la ciudad.
Durante los primeros días de junio de 1946 encontró entre las líneas el primer dibujo: una araña de ocho patas y proporciones agigantadas. Pero era difícil distinguirla porque durante siglos el viento había soplado sobre el altiplano y había dejado una capa fina de piedras pequeñas sobre la imagen.
Rápidamente fueron apareciendo las demás: un colibrí agitaba sus alas sobre la inmensidad del desierto peruano mientras un mono soberbio enroscaba con su cola el suelo rojizo para culminar la figura en una perfecta espiral. Así, manos de cuatro dedos se estrechaban misteriosamente en la soledad de las pampas inhabitadas apuntando al cielo, casi tocándolo.
Los dibujos se habrían producido en el período cultural de los Nasca, que se desarrolló entre 100 y 800 d.C. y habrían tenido un significado ritual. Su simbología estaría asociada al firmamento, ya que en la figura del mono se podía ver la constelación de la Osa Mayor. Por su parte, la figura de la araña simbolizaría la constelación de Orión, y el dibujo del perro la constelación del Can Mayor.
A Reiche le intrigaba saber cómo era técnicamente posible haber producido esos enormes dibujos con tanta perfección. Así aseguró que los creadores estaban provistos de un sistema de medición con el cual podían transferir al desierto las figuras de un modelo más pequeño. “Si los autores de los dibujos no pudieron volar, quiere decir que sólo pudieron imaginar el aspecto de sus obras y por ello han debido planearlas y dibujarlas de antemano en menor escala”, explicaba.
Y es que las figuras sólo pueden verse bien desde una altura de 450 metros. Sólo así puede apreciarse el gran tablero conformado por líneas rectas y angostas, todas de distintas longitudes y cruzadas por figuras geométricas donde se destacan nítidos los dibujos. Una particularidad de estas imágenes es que están formadas por una misma línea que parte de un punto, recorriendo el suelo y dibujando una figura estilizada que retorna al mismo punto de partida.
Los dibujos se encuentran en una región con uno de los suelos más estériles del mundo, de color amarronado, debajo de otra capa de color amarillento. El movimiento del aire disminuye a pocos centímetros del suelo debido a las piedras de la superficie, que hacen las veces de colchón de aire caliente que protege a los geoglifos de los fuertes vientos. Otro elemento que impide el cambio de la superficie es el yeso que contiene el suelo, que, al tomar contacto con el rocío, permite que las piedras queden ligeramente pegadas a su base, constituyendo un verdadero fenómeno de conservación.
Reiche estudió casi mil líneas mediante cinta métrica, sextante y brújula, y más tarde echó mano al teodolito, guiándose por su orientación astronómica. Cargada de instrumentos de medición y de una escalera de mano, en numerosas ocasiones recorrió a pie el desierto sin ningún tipo de provisión.
Kilómetros bajo el sol convirtieron su tez pálida en un rostro curtido y tan tostado como el de una mujer andina. Era “la mujer que barría el desierto” y con el paso de los años se fue transformando en una anciana, que aparecía con su cabello blanco y su piel oscura entre el polvo que se levantaba cuando soplaba el viento, allá, a lo lejos, agitando el mango de una escoba, recorriendo las pampas, imaginando figuras vistas desde el cielo.
Cuando se quedaba sin lugar en sus planos, escribía sus fórmulas en unos calzoncillos que siempre utilizaba debajo de la ropa. Para evitar los largos recorridos diarios, se mudó a una austera cabaña al borde del desierto, que no contaba con agua corriente ni toma eléctrica. Así, por más de cincuenta años, los días y las noches de esta científica fueron volcados a sus cálculos matemáticos, sus planos y anotaciones, su escoba para descifrar figuras de plantas y animales y sus caminatas interminables por el desierto.

Todo sea por Nazca
La ferviente defensa y lucha de Reiche por la conservación del patrimonio cultural andino le valió el reconocimiento y la valoración del pueblo peruano. Recibió cinco veces el título de Doctor honoris causa. Y dijo una vez: “Todo el mundo debe tener iguales derechos. Yo quiero, con mi obra, ser un instrumento para eliminar las injusticias y para que los peruanos –que son gente de cualidades culturales, morales y físicas especiales– recuperen su propia estimación. Yo les digo: yo soy chola, porque me siento a veces más unida con los cholitos”.
En 1955 pudo evitar que construyeran un sistema de riego en el desierto. Quince años más tarde, en 1970, aprovechó el congreso de americanistas que tuvo lugar en Lima para llamar la atención sobre la protección de los jeroglíficos. Logró construir, al lado de la carretera Panamericana, una atalaya que permitía la observación de algunas figuras y líneas. Y así poder evitar que los turistas curiosos destruyeran los delicados dibujos. Finalmente, la Unesco declaró los geoglifos patrimonio de la humanidad, aunque su conservación hoy continúa amenazada.
Su trabajo más exitoso El secreto de la pampa, de 1968 (Geheimnis der Wüste) fue publicado en alemán, inglés y español. En 1993, a los 90 años, presa ya de la ceguera y la enfermedad de Parkinson que padecía, publicó las Contribuciones a la Geometría y la Astronomía en el Perú Antiguo, que recoge más de 50 años de artículos y manuscritos con sus investigaciones. Solía decir “¡Todo era por Nazca! Si cien vidas tuviera, las daría por Nazca. Y si mil sacrificios tuviera que hacer, los haría, si por Nazca fuera”.
Cumplió su palabra y murió en 1998, en el desierto que tanto amaba; aunque muchos de los lugareños insistan en afirmar que la siguen viendo en ocasiones, cuando el viento sopla hacia el sur, el polvo vuela presuroso y una línea se descubre. Agitando su escoba –aseguran–, probablemente echando a piedrazos a algún turista imprudente y, a la llegada de la noche, convertida en una estrella que observa desde el cielo, acaso se la pueda encontrar allí, reflejada en algún mono de cola enroscada, en un colibrí de plumas prominentes o en una línea sempiterna.

¡Qué razón tiene, qué fastidioso es! Inaki y un simil de Savater

Una temporada en el infierno
FERNANDO SAVATER 27/11/2008


Lo comprendo, para qué vamos a engañarnos: Iñaki Arteta es un pájaro de mal agüero. No le demos más vueltas. Los pájaros de mal agüero se caracterizan socialmente porque les rodea el respeto formal y el rechazo real. Tal es el caso de Iñaki, por lo menos hoy, cuando ya ha "triunfado", si me perdonan la expresión irónica. Al principio era peor, porque se le rechazaba sin mostrarle el mínimo respeto. Su primer cortometraje le valió ciertamente un premio, pero en Nueva York, mientras que aquí le costaba su puesto en una institución pública vizcaína (en manos de nacionalistas, disculpen la redundancia). Poco a poco, sin desanimarse, ha continuado con su labor de denuncia filmada del padecimiento de las víctimas del terrorismo nacionalista vasco y ahora sus documentales son aceptados -al menos de labios para afuera- por casi todo el mundo.

Los tiempos han cambiado y ya nadie se atreve a rechazar como crispación el retrato de la realidad en boca de quienes más la sufren:
la verdad sigue siendo un fastidio político -siempre lo ha sido- pero hoy resulta peligroso negarla. A Iñaki Arteta se le da la razón, como a los niños y los locos, se le celebra como testigo y se le rechaza para todo lo demás. Qué razón tiene, qué fastidioso es.

Ahí tenemos por ejemplo el destino público de su último documental, El infierno vasco. Los medios de comunicación le conceden unánimes una sucinta reverencia: muy bien, impresionante documento, pobre gente que-mal-lo-pasa. Y a otra cosa. La película se proyecta en poco más de media docena de cines en toda España. En el País Vasco, donde podría suponerse mayor interés por el asunto, sólo se verá en un cine de Bilbao y otro de Vitoria (en San Sebastián no ha podido aún estrenarse, dedicada como está nuestra urbe a preparar su candidatura como futura capital cultural europea, je, je).

En cuanto a su audiencia, me remito a un testigo presencial -Xabi Larrañaga, en su excelente artículo publicado en Deia, 9-XI-08: "El viernes 28 personas asistimos a la narración del exilio de 30 paisanos, lo cual demuestra que aquí todo es posible, incluso la paradoja de una sesión de cine donde hay más protagonistas en la pantalla que espectadores en la sala... Esos 30 testimonios son el reflejo condensado de infinitos dramas, pero diré más: la presencia de sólo 28 espectadores en el único sitio de Bilbao donde se puede ver el filme también es el reflejo de un drama colectivo, una indiferencia marmórea ante lo que está pasando delante de nuestras narices".

Por lo que yo sé, en los demás pocos cines del resto de España en que se ha proyectado el documental la asistencia ha sido semejante. Indiferencia marmórea, como bien señala Larrañaga. Para encontrar el "no lo sabíamos" con que las víctimas de la opresión y la discriminación se ven entregadas a su suerte por los oportunistas o los cobardes no hace falta remontarse al franquismo ni al nazismo: lo oímos a cada momento en España o en Europa quienes queremos hablar de la omnipresencia cotidiana del terrorismo en Euskadi, del agobio del nacionalismo obligatorio, de los abusos de la imposición lingüística, etcétera. Y no estamos hablando de fechorías ocurridas en tiempo de nuestros padres o abuelos, sino de las que pasaron ayer y siguen pasando hoy. Muchos de quienes denuncian virtuosamente la paja de la resignación ante los crímenes de hace medio siglo llevan con naturalidad la viga de la suya ante los que se cometen bajo sus narices.

Precisamente de esto trata el documental de Iñaki Arteta. No es otro alegato contra ETA sino contra las actitudes sociales y políticas que han completado la labor de segregación e intimidación comenzada por el terrorismo. Los protagonistas que cuentan su drama en El infierno vasco lo dejan muy claro: no se habrían ido de su tierra, de su hogar y de su trabajo si hubieran encontrado verdadero apoyo por parte de sus conciudadanos y de las autoridades en lugar de fórmulas reticentes de condolencia. En muchos casos -clérigos, profesores, ertzainas, empresarios, concejales...- recibieron más amonestaciones por su conducta díscola que solidaridad activa y combativa por parte de quienes tenían la obligación de respaldarles. Pero la tiranía no se refuta compadeciendo a sus víctimas sino derrocando a los tiranos. Por ejemplo, uno de los empresarios que finalmente tuvo que huir para no pagar resume así su caso: "Me han echado de mi tierra, he padecido dos infartos por su culpa pero no les he dado ni una pela: con mi dinero no se han comprado ni una bala ni se han tomado un solo pintxo".

Si todos hubieran obrado así, de ETA sólo quedaría ya la triste memoria. Pero con esos elogiados empresarios que se avienen a pagar para no marcharse -sufriendo, eso sí, muchísimo, porque nunca se paga a gusto- tenemos terrorismo para rato. En uno de sus iniciativas más valientes y acertadas, Garzón decidió intervenir judicialmente contra ellos porque es cierto que no se debe tratar a las víctimas como a verdugos, pero tampoco considerar simples víctimas a quienes financian para escaquearse a los verdugos de todos.

Contrasta el cortés hastío que rodea a las víctimas actuales de ETA, es decir, a quienes han tenido que huir del País Vasco y a quienes hoy sufren todavía allí opresiones y extorsiones, con el interés que rodea a Roberto Saviano y su interesante libro Gomorra, sobre el que acaba de estrenarse una película más frecuentada que la de Iñaki Arteta. Ni que decir tiene que Saviano es un hombre de lucidez y coraje que merece todo el apoyo que podamos brindarle. Y que sufre una amenaza especialmente temible (secundada desde luego en parte por una ciudadanía cómplice en su tierra natal) que hace su vida difícil y muy expuesta.


Por decirlo con William Irish: no quisiera estar en sus zapatos
. Pero en su nada envidiable y meritorio calvario hay cosas que a Saviano le serán ahorradas. No creo que nadie le diga -al menos en público- que la culpa de sus males es suya, por crispador y bocazas. Y no tendrá que leer en el editorial de un periódico lamentos acerca del número de camorristas presos, como debemos soportar los demás sobre la triste suerte de los mafiosos etarras: así en Insensibilidad (en Deia, 11-11-08, al día siguiente del artículo de Xabi Larrañaga, quizá para compensar), bajo el epígrafe "la inmensa mayoría de la sociedad vasca permanece indiferente ante la realidad de que 750 ciudadanos y ciudadanas acusados o condenados por vinculación con ETA se encuentran en la cárcel", se asegura que "no es posible tal acumulación de personas encarceladas en una democracia sana". Por lo visto en las democracias más saludables los asesinos, sus cómplices y quienes les jalean son celebrados como héroes del pueblo. Menudo panorama.

Que no desagrada probablemente a Alfonso Sastre, quien se ha unido al debate sobre la memoria histórica ('Sobre la memoria histórica y la calavera de García Lorca', Gara, 12-11-08) para sostener que "hay que distinguir entre amnistías buenas y malas; y éstas -las malas- son las que pretenden que sean olvidados los grandes crímenes de los poderosos (opresores) o cometidos bajo su inspiración, y buenas las que van a favor de los oprimidos".

Quizá conceptualmente la argumentación no es muy sólida pero tiene a su favor decir claramente lo que otros mascullan. Pues bien, ojalá en el País Vasco, cuando acabe definitiva y realmente la violencia de los terroristas (que son hoy los poderosos y opresores), se establezca una convivencia políticamente polémica pero pacífica entre nacionalistas y no nacionalistas. Aspiro a que mis improbables nietos vivan en cualquier ciudad vasca, en la avenida Xavier Arzalluz esquina Mayor Oreja. Quizá 50 o 60 años después de acabar la matanza surjan rentabilizadores literarios o cinematográficos para exponer con gallardía póstuma lo que hoy se silencia. Y a lo mejor aparece alguien con la pretensión de juzgar entonces lo que no se llevó en su día a los tribunales.

Por si en ese futuro la salud no me acompaña, me uno preventivamente a los "reaccionarios" que en tal caso prefieran mirar hacia el futuro compartido que al pasado hostil. Pero en cambio hoy todavía es tiempo de dar la batalla: no para desenterrar muertos, sino para impedir que se entierre en vida en la ciénaga del silencio y la indiferencia social a quienes han padecido y padecen el nacionalismo obligatorio.

Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense.





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sucinto, ta.


(Del lat. succintus, part. pas. de succingĕre, ceñir).


1. adj. Breve, compendioso.

2. adj. p. us. Recogido o ceñido por abajo.




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¿Cambió la forma de escribirlo por decisión de la RAE?

FELIX DE AZUA

Cuando el otoño se pone a cantar

Yo creo que una excesiva mayoría, tanto femenina como masculina, ama por los ojos. Unos pocos aman con el tacto. Mediante el olfato no es fácil amar, aunque causa incontables desamores. Y si bien el gusto conviene a la pasión ya atada por un sentido superior, cierta parte poco estudiada de la sociedad, es, no obstante, de considerable erotismo auditivo. Debo confesar que es mi caso y escribo esta impúdica página para aquellos que también declinan por la parte del oído y quizás no han osado salir del armario.

"La grulla
que arrulla..."


Me había sucedido ya con los buitres, pues ellos fueron los primeros en empujarme a aceptar mi identidad. Verlos fue un cataclismo, ciertamente: bajaban en bandadas que oscurecían el cielo jacetano mientras yo me aplastaba contra unos hongos malsanos. Sin embargo, lo que me hizo amarlos para siempre fue el estruendo causado por la resistencia del aire contra sus alas enormes. Cien buitres cayendo en picado sobre la carroña es un portento, pero el ruido, ese redoble germano de bronce y roble, pone los pelos de punta.

Pues me ha vuelto a suceder. En el cielo perfectamente cristalino de Teruel, las bandadas de grullas forman anamorfosis semejantes a las nubes de estorninos tan gratas a los espíritus sutiles. Con la diferencia de que cada grulla viene a ser unas cien veces más grande que un estornino. Estas aves gigantes sobrevuelan la laguna de Gallocanta, en proximidad a Berrueco, para su estación otoñal. Este año no había muchas, sólo contabilizaban ocho mil cuando me acerqué a ellas el sábado pasado. En épocas más húmedas llegaron a ser cuarenta mil.

A lo mío. El espectáculo de las grullas giróvagas es soberbio, pero lo inesperado es el coro sobrenatural que cae de un cielo altísimo. Porque las ocho mil grullas que llegué a pillar en mi visita cantaban un lamento quizás turbado, quizás efusivo, de una languidez que parte el corazón más endurecido. Un canto tan femenino cuanto masculino es el de los buitres y que resuena en la inmensidad del valle como si varios ángeles del juicio final estuvieran ensayando. Amor total a la grulla, coro de Fauré en el réquiem de las aves.

Artículo publicado en: El Periódico, 23 de noviembre de 2008.

SOBRE ANDRÉ GIDE - MANUEL VICENT EN EL PAÍS.


André Gide: la profundidad de la piel
MANUEL VICENT 29/11/2008


Un camino le llevaba siempre a los placeres oscuros; otro le devolvía a la honestidad y al compromiso, pero el puritanismo siempre acababa por pedirle cuentas al final del viaje al fondo de los sentidos. En este combate está la esencia de su literatura

Nació en París, en 1869. El primer recuerdo de André Gide es el de una mesa de comedor cubierta con un tapete que llegaba hasta el suelo. Con el hijo de la portera, de su misma edad, que iba todos los días a buscarle, se deslizaba entre aquellas faldas y ambos agitaban ruidosamente unos juguetes para ocultar otros juegos, que según supo después eran malas costumbres. Tenía entonces cinco años y fue su primer simulacro. Era un niño mimado, muy huraño, hijo único de un renombrado profesor de Derecho, que murió cuando André tenía 11 años. A esa edad quedó bajo la obsesiva protección de su adinerada madre, Juliette Rondeaux, que, pese a todo, lo educó en una elegante austeridad, con una forma de querer hostigante, puesto que hasta el final de sus días rodeó al escritor de mimos y de consejos ininterrumpidos acerca de actos, pensamientos, gastos, lecturas y paños como si no hubiera crecido.


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Desde la adolescencia la cabeza del escritor quedó dividida: por un lado la moral estricta y por otro el hedonismo
La niñera lo llevaba a los jardines de Luxemburgo, muy cerca de su casa de la calle Médicis. Allí se negaba a jugar con otros niños. En un momento de descuido se lanzaba sobre ellos y a patadas destruía los pasteles de arena que con ayuda de cubos habían construido. Gide tenía sus propias bolitas de cristal, algunas de ágata negra, que trataba de que no se mezclaran con otras más vulgares. En su habitación, a solas con un ficticio amigo Pierre, creado por su imaginación, se entretenía con un caleidoscopio, que en el otro extremo de la lente le ofrecía un rosetón siempre cambiante. Poco después comenzó a recibir clases particulares de piano, lecciones de esgrima dos veces a la semana y a menudo sesiones de equitación en el picadero. Estudió en la Escuela Alsaciana de la que fue expulsado. La institutriz británica Anna Schackleton le impuso un rigor puritano, valor muy apreciado por la alta burguesía cuando le sirve para ocultar cierta clase de vicios.

La familia del padre procedía de Ezés, del cantón de Nimes, en el soleado Rosellón. La familia de la madre provenía de Ruán, capital de la húmeda Normandía. La rama paterna era católica y la materna protestante. André Gide creció viajando en vacaciones hacia las casas solariegas del Mediodía y del norte de Francia. En una había higueras, olivos y laureles; en otra crecían manzanos, había caballos, florecían las rosas y habitaban unas primas muy bellas. Una de ellas, Madeleine, fue su amor de adolescencia con la que acabaría casándose a los 26 años, forzado por la madre autoritaria que trataba de apartarle así de la turbiedad ambigua a la que le empujaba la carne.

Desde la adolescencia la cabeza del escritor quedó dividida: por un lado la moral estricta y por otro el hedonismo. Un camino le llevaba siempre a los placeres oscuros; otro le devolvía a la honestidad personal y al compromiso con los demás desde la altura de la estética, pero el puritanismo siempre acababa por pedirle cuentas a la conciencia al final del viaje al fondo de los sentidos. Este combate constituye la esencia de la literatura de André Gide. La máxima profundidad del ser humano está en la piel, en la belleza de los cuerpos jóvenes, en el nudo de los sentidos que componen el alma. Con buenos sentimientos siempre se hace mala literatura. La belleza no debe tenerse ante cualquier límite. Tiempo habrá luego para arrepentirse y azotarse en público, sin dejar de hacer de este ejercicio un ejemplo de estilo.

A los 24 años, después del primer libro escrito en prosa poética, Los Cuadernos de André Walter, se premió a sí mismo con la primera fuga hacia el sur en busca del sol, del exotismo y de un modo natural de curarse un principio de tuberculosis. En compañía de su amigo Paul Laurens se embarcó en Tolón rumbo a Túnez y desde allí al oasis argelino de Biskra donde conoció a Oscar Wilde, que andaba por allí metido en peleas tormentosas con el amante Alfred Douglas, el bello lord que finalmente lo llevaría al infierno de la cárcel de Reading. El joven Gide fue conducido de la mano de Wilde a secretos cafés para iniciados. Mientras fumaban una pipa de kif entre unos árabes sentados en cuclillas y tomaban té de jengibre, en la primera noche, un adolescente de ébano, llamado Alí, semidesnudo tocaba la flauta en la penumbra y ellos lo contemplaban con la mente embotada. "¿Te gusta el musiquillo? Tómalo. La única forma de vencer la tentación es caer en ella", le dijo Wilde, una frase que después se haría famosa. En las memorias de Gide esta sensación corporal fue inseparable de los placeres que también compartía con niñas adolescentes que desde el desierto subían a ofrecerse a los hombres en el zoco del oasis. André Gide se hizo traer un piano desde Argel. Sus notas atravesaban el jardín y se perdían en la suma ebriedad de la carne ahogada en las flores.

De regreso a París, el sur ya nunca dejaría de ser su horizonte. Frecuentaba a los simbolistas del salón de Mallarmé. Por la mañana tenis, al mediodía baños y de noche ajedrez. De pronto le visitó el éxito cuando publicó Los alimentos terrenales, ensalzado por la crítica, un canto fervoroso del instinto como método de superar la moral. El mismo combate continuó con la publicación de El inmoralista, en 1902, y después con Prometeo mal encadenado, donde los remordimientos que le proporcionaba la libertad alcanzan las cotas más altas del arte. Llevaba una vida respetable, llena de escrúpulos sociales por fuera y muy libre por dentro. En 1908 André Gide participó en la fundación de la Nouvelle Revue Française y se convirtió en el alma de la editorial Gallimard. Comenzó a ser considerado maestro, un punto de referencia de la cultura francesa entre Mauriac, Camus, Malraux, Proust y Paul Valéry, no sin andar siempre orillando el escándalo.

En 1925, comisionado por el Gobierno francés en una expedición al Congo redactó un informe demoledor contra el método colonialista. En 1936 viajó a la URSS y de regreso dejó de jugar a ser comunista y escribió un libro de denuncia contra el estalinismo, por el cual fue condenado a las tinieblas por el Partido. No le importó absolutamente nada. Gide era un radical de sí mismo frente a cualquier barrera política y moral. Su larga travesía interior está en su Diario, llevado como un psicoanálisis ético y literario desde 1889 a 1949. Mientras escribía con una prosa semejante a una sonata onírica Corydon, en defensa de la homosexualidad, tuvo una hija, Catherine, de su relación extramatrimonial con María van Rysselberghe. Luego sus libros ardieron en una plaza de Berlín, junto con los de Thomas Mann, Proust, Einstein y Freud cuando los nazis establecieron el dilema cultural entre la sumisión o el exterminio. Por su parte, durante la invasión alemana Gide trató de convertir la sumisión en sabiduría. Abandonó París, buscó de nuevo el soleado Mediodía y terminó en Argel, en Fez, en Túnez, en Siracusa. De lejos oía las bombas mientras leía a Goethe para curarse de la humillación ante la derrota de todos los ideales. Liberado París siguió tocando el piano, recibiendo a los amigos, leyendo en un sillón de orejas con una manta de cachemir sobre las rodillas, que sólo por estética nunca llegaron a doblarse ante nadie. Hasta que en 1947 recibió el Premio Nobel. Murió en 1951, a los 82 años.